Según parece, es la frase que los monjes trapenses repiten hasta la saciedad desde que ingresan como postulantes en una de las órdenes religiosas más austeras de la Iglesia, después de comprometerse, mediante votos perpetuos, a perseverar en la misma. Es el único mensaje de comunicación oral que usan en la vida monástica, sin necesitar otro canal de expresión hablada en su convivencia diaria de silencio elocuente, meditación, penitencia, aposento, estudio y ejercicio corporal del cultivo de la tierra.Sin embargo, en nuestro modo de vida social, un sentido tan escrupuloso de la muerte individual pasa casi desapercibido durante el año, a excepción de las fechas que preceden y siguen al día de difuntos, a no ser que fallezca algún familiar o nos enteremos del fatal desenlace de un amigo, por la simple razón que no se suele pensar en la enfermedad cuando se tiene buena salud.En cambio, cuando llega la edad de la vejez, resulta más difícil eludir tales reflexiones y se opta por vencer ese retraimiento adoptado hasta entonces para, sin dejarse arredrar por la inquietud, hacer una revisión de las sucesivas edades de nuestra vida y aceptar con entereza que, como enseñaba un clásico pensador griego: "morimos porque hemos nacido".Finalmente, sobrevienen sentimientos de pena por lo que se deja, de preocupación por la otra vida si se es creyente, o de temor por los descendientes que, al perder a su ser querido, se exponen a una tensión de recuerdos, llanto y aprobación del implacable destino. Después del momento final, surge entre familiares la necesidad de cuidar la naturaleza inerte del fallecido, prestándole atenciones que adecenten los efectos de la descomposición orgánica antes del entierro o conservando restos de ceniza de la cremación y dispersándolos en el lugar más emblemático de su vida.