n Semana Santa y en guerra dentro de Europa aparece en Internet: "Estimados políticos, vuestra estrategia es belicista" ( 12 de abril). Dicen mucho esas palabras ya al principio. Es idea generalizada. En Europa, las guerras parecían superadas con la democracia. En la proximidad del 2000, los niños catalanes clamaban: OTAN no porque nos lleva a la guerra (Cataluña, la de más votos en contra); pero entramos (1997). Más tarde, durante el mandato de George W. Bush, se escuchaban gritos de No a la guerra. ¿Los hemos olvidado? Después, volvieron a provocarse guerras con Clinton y con Obama y su vicepresidente, Joe Biden (Obama fue distinguido con el Premio Nóbel de la Paz, una incoherencia). Ahora, ante las llamas, vuelven los Estados Unidos con leños.

Las guerras, todas, son una manifestación de barbarie inhumana, en las que se pisotea el derecho a la vida (también lo tienen los soldados). El miedo a la guerra es general y comprensible. Terrible cómo empiezan y da pánico no saber cómo acaban. Hoy la técnica supera la capacidad de brutalidad humana: armas nucleares, químicas y bacteriológicas. Todas las guerras son salvajes e injustas, y sólo es digno procurar las negociaciones de paz que realizan los hombres buenos. ¿Es necesario apuntalar esta guerra que tanto nos puede llevar a perder como pueblo y, además, sin ganar nada? ¿Hemos olvidado los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki? ¿Y los daños familiares y sociales que pueden ocasionar patógenos salidos o escapados de laboratorios de guerras?

El político sin tacha busca negociaciones de paz. Los que apoyan las guerras, ¿no será por intereses particulares o por obediencia servil a grupúsculos de adinerados psicópatas que buscan aumentar su nunca satisfecho caudal?

Comparto las palabras de sor Rosalina Ravasio en la Nuova Bussola Quotidiana ( 12 de abril): "Estimados eurodiputados, queridos políticos italianos [¿sólo italianos?]. Os empeñáis en arrastrarnos a todos, precipitadamente, a un tiempo de zozobra; hacia un horizonte indefinido, en el que cada vez es más evidente el riesgo real de una nueva guerra en Europa con implicaciones y consecuencias totalmente incontrolables (...). Esta acción política no sólo deja un sabor amargo en la boca, sino que lacera la propia existencia; porque la sensación es que hemos tomado un camino que ya estaba pensado, preparado y dispuesto desde hace tiempo (...). Esta Europa, que ha renunciado a sus raíces cristianas, que ha alimentado el desprecio por una ontología ética de la persona, que mira con desprecio su pasado y sus tradiciones, y que ha sentado las bases de su futuro sobre una visión del mundo en la que se van a borrar los valores de las generaciones que la hicieron grande, ¿conseguirá sobrevivir a sí misma, no quemarse y no desintegrarse? (...). Un hombre sin Dios y sin ética es en sí mismo un campo de batalla entre el bien y el mal (...)".