Estamos viviendo la grave pérdida de un socialismo habitable, vividero, sin la impostada autocomplacencia de los segundones de ocasión del socialismo español que están empujando al electorado hacia la derecha, mientras se festejan a sí mismos en la ceguera que les proporciona su cóctel ambrosiano de poder, mostrando, como lo hizo el PP, que se gobierna mejor desde la oposición, en el acomodado y ficticio mundo de las promesas. No vemos socialdemócratas con añada. Hoy el discurso de Sánchez empieza a estar muerto en ese monte del olvido tan lleno de lápidas de mentiras de las que se hacen eco las rotativas. El Gobierno está desnudando, con diamantina evidencia, incapacidades para seguir con miras de futuro las continuas variaciones de los acontecimientos, perdido en una tesis mal documentada del objetivo social, mientras en sus triunfalistas homilías se anuncia la bonanza del dinero que, como los peces bíblicos, será multiplicado para todos. Los ciudadanos no quieren okupas en la Moncloa, sea cual fuere su signo político, tan incapaces de apearse del ruido y de dar paso al entendimiento y la reflexión. Estos falsos profetas desangran su credibilidad ante la creciente decepción de la sociedad, sumergida en el individualismo de sus diminutas ínsulas y viendo alejarse un tren de promesas cargado con la ferralla de un poder interesado que hace desviar hacia otros horizontes la mirada del inquieto votante. Los viejos sueños, las utopías, tan solo eran máscaras venecianas mientras duró el carnaval. “O derechos o derechas”, nos dice el presidente del Gobierno en un pueril maniqueísmo que pretende transmitir la idea de que cualquier cosa que propongan es progresista, incluso beber cerveza sin alcohol o comer plátanos de Canarias, si así lo promulga su sanedrín en sus malabares verbales. En esta decadencia de la política se da la paradoja de fortalecerse la Monarquía que, acogida a las continuas exhumaciones de nuestra historia, encuentra argumentos para seducir al ciudadano como una vieja tutela ante las inestabilidades latentes, en un país de tradiciones seculares que no logra desprenderse de los tristes efluvios, aún sin evanescencia, de un pasado del que resurgen viejas consignas que ya estaban sepultadas en la escombrera de la historia. La Corona utiliza su mejor perfume para evitar el tufo dañino del pasado. Por ahora son los Borbones quienes tienen en sus manos la capacidad de mantener su arraigo, o autodestruirse por su propia deriva hacia las decepciones populares. Este gobierno mal avenido tacha de fascistas a quienes discrepan de cuanto se cuece en su búnker. En los partidos políticos, los gerentes de la confusión, con su enorme carencia de respeto al ciudadano, se enfrentan en duelos sin honor con palabras de grueso calibre que tanto deterioro causan al buen ejercicio de la política, emborronando la convivencia. Cuando la decepción se generaliza en la sociedad, los vuelcos políticos suelen ser radicales. Estamos viendo abrirse una brecha hacia la ultraderecha, mientras la convivencia democrática está perdiendo coherencia con un gobierno que, en su baile con los independentistas, teme pisarles los pies y les susurra al oído, para no perder el ritmo, sus mejores promesas paliativas. Entre tanto, Europa paga el precio de brindar a Ucrania su hilo de Ariadna. Rusia utiliza como un arma el suministro de gas y materias primas, perturbando notablemente la economía, dando lugar al aumento de la pobreza que incrementa la aporofobia, poniendo en cuestión principios de moral y ética de nuestra ortodoxa solidaridad. El fuerte crecimiento del empleo público, pese a sus virtudes, se suma al engrosamiento de nuestra desbocada deuda, maquillando las connotaciones del contrato fijo discontinuo. A todo ello se une que, entre las pandemias que nos acosan, estamos importando la de la soledad inquietante que Edward Hopper plasmó en sus cuadros llenos de silencio y escenas consumadas, a las que siempre se llega tarde. En este siglo de pedantes demagogos, miles de ciudadanos, a falta de calor humano, acuden con sus desfallecimientos de ánimo al oratorio de los libros de autoayuda en los que tropiezan con el espejo de su impotencia, ante los embates de un mundo aquejado de desasosiego.