En nuestros juegos deportivos, no es la muerte lo que nos fascina, la muerte cercana, que es preciso esquivar, sino es la victoria y es la derrota, en lugar de la muerte, lo que tratamos de evitar. Todo ello tiene un simbolismo muy hermoso; pero hacen falta más cojones para entregarse a un deporte en el que la muerte es uno de sus ingredientes.

(Ernest Hemingway: Muerte en la tarde)

Perder la vida corriendo un encierro o intentando hollar la cima de un ochomil es, para buena parte de la población, una estupidez propia de un inconsciente que no valora el precio de su existencia. Daniel Jimeno murió el 10 de julio de 2009 alcanzado por un toro de nombre Capuchino en las calles de Pamplona e Iñaki Ochoa de Olza falleció en la montaña Annapurna, en Nepal, el 23 de mayo de 2008.

Daniel Jimeno era un corredor habitual, con experiencia y disciplinado. Durmió lo suficiente y conocía los pormenores de la carrera. De hecho, en el momento de recibir el puntazo mortal estaba intentando retirarse hacia el vallado, pero el infortunio hizo que el burel arremetiera cegado contra las tablas y le hiriera de muerte.

Iñaki Ochoa de Olza era un profesional de la montaña, aunque quizá esa definición no le hubiera gustado demasiado. Sabía todo lo que hay que saber sobre ella y estaba preparado física, técnica y psíquicamente para afrontar el reto que se había marcado. La brusca aparición de lo que probablemente era un edema pulmonar le impidió regresar con vida de esa cima, a pesar del intento de rescate agónico de un grupo de montañeros, que ya es leyenda del himalayismo. No soy el primero que hace este paralelismo. De hecho, el propio Iñaki Ochoa de Olza era conocido por su afición a colocarse delante de los astados en la cuesta de Santo Domingo. Iñaki equiparaba ambas disciplinas con la siguiente reflexión: “En el encierro, a diferencia de la corrida, nunca muere el toro, ni muere la montaña en su intento de ser dominada. Muere el corredor o el montañero”, sentenciaba.

Para los profanos en ambas disciplinas, la pregunta es evidente: ¿Qué impulsa a una persona a arriesgar su vida corriendo delante de un toro o escalando una montaña en la que las probabilidades de morir se multiplican de manera siniestra?

Quizá la única respuesta posible es que cuando lo que está en juego la propia existencia, la vida se hace más densa, es ¡pura vida! como grita Ochoa de Olza en el documental del mismo título. Algo parecido describen los corredores del encierro, el miedo, casi pánico, pero a la vez de una sensación indescriptible, de fusión con el toro cuando se le conduce calle arriba. Durante unos segundos, la vida pende de un hilo y es mágico y bello y el vértigo que provoca el momento hace esa experiencia adictiva.

La camaradería previa en el campo base o en los puntos de encuentro habituales del recorrido, con algunos viejos conocidos de otras ascensiones, de otros encierros. La oración previa al santo o la ceremonia de bendición, la puya, antes de partir hacia la cima o antes de que suene el cohete que abre el corral. En el Annapurna, como en el resto de ascensiones, es necesario abrir huella en la nieve profunda y también es preciso abrirse paso entre la masa blanca de corredores para poder para avanzar hacia delante. Falta el oxígeno y uno puede llegar a dudar de las propias fuerzas en ambos casos.

La misma soledad, un hombre contra la montaña o un hombre frente al morlaco. Bien es cierto que puede que haya alrededor muchos que no dudarán en echar una mano si hay un momento de peligro. Cuando un corredor queda a merced del toro, suelen aparecer corredores que colean al animal, lo intentan disuadir, a veces a costa de su propia seguridad, con solidaridad temeraria. Ese mismo desprecio por la propia seguridad demostró el grupo de montañeros que intentó descender a Ochoa de Olza, de donde era una locura si quiera plantearlo. Él había quedado malherido y la montaña no apartaba la mirada de su cuerpo, en el suelo de la tienda de campaña, como un toro encelado que por más que lo intentan distraer, no abandona al corredor al que voltea una y otra vez. Ni los que ascendieron esa montaña en busca de Iñaki ni los que arrastraron a Daniel rápidamente por debajo del vallado para alejarlo del toro colorado pudieron hacer nada por evitar la muerte de dos personas que sabían perfectamente el riesgo que estaban asumiendo. Y, de alguna manera, lo aceptaron, porque precisamente de eso se trataba, de sentirse más vivos que nunca.

En el encierro de Pamplona y en la montaña han muerto algunos que, sin saber dónde se metían, han retado a dos fuerzas de la naturaleza que no profesan rencor u odio hacia quienes los desafían: el toro y la montaña.

Ochoa de Olza hablaba de las cumbres del Himalaya como de amores no correspondidos, que se resistían a ser conquistadas. Los corredores consideran al toro un enemigo temible, pero de una nobleza que se materializa demostrando su bravura en la carrera, para que en ese duelo, la propia vida, no parezca de cartón piedra.

Los corredores, como los himalayistas, estarán de acuerdo con Ochoa de Olza cuando afirmaba: “Sólo sé que no estamos locos, y que allá arriba es la vida precisamente lo que buscamos”. Descansen, Iñaki y Daniel, en paz.