Hace pocos días, en pleno sol del mediodía la temperatura llegaba a 42 grados llamó mi atención una mujer que con un pequeño botellín de agua mineral regaba un árbol. Un grupo de personas, incluida yo, estábamos esperando la ansiada llegada de la villavesa, guardándonos en la sombra de unos pocos árboles, mustios y sedientos. Todas y todos, sin nada más que hacer, observábamos a la mujer. Algunos comentaban en voz baja su cometido, asintiendo con la cabeza y sonriéndole con simpatía. Otros la enseñaban con el dedo, repitiendo una y otra vez que debe de estar loca. Pero la mujer, impasible, iba y venía, llenando el botellín de 0,25 litros en la cercana fuente y luego vaciándolo al pie del árbol. Acabada su tarea, según su criterio, pasaba al siguiente árbol, aunque este estaba ya bastante lejos de la fuente. Y así una y otra vez, incansablemente, sin pausa, en silencio, con una determinación férrea. Por fin llegó la villavesa y nos subimos todos, tanto los que le aplaudían como los que se reían de ella. El grupo de apoyo a la mujer se sentó a la izquierda del autobús, y el que se reía, a la derecha. Yo vacilé un momento porque todavía no he decidido en que lado situarme. ¿Merece la pena salvar un árbol mientras se queman hectáreas del bosque? ¿Cuándo desaparecen Amazonas, se derriten los polos y luchamos con un fenómeno nuevo llamado refugiados climáticos? Una pregunta difícil. Creo que cada uno debe decidir qué sitio quiere ocupar en esta villavesa circular llamada Tierra.