Ayer vi a un chico paseando a un gato sin correa por la calle. Qué maravilla. Estaba tomando una cerveza con dos amigos. Eran las nueve y pico, ya había oscurecido. El gato era blanco y caminaba lento, sigiloso. Su dueño lo seguía detrás. A falta de correa lo mantenía aferrado a su mirada, sin tensión, con confianza. La noche estaba tibia a pesar del otoño. Hablábamos con palabras livianas evitando la gravedad de la vida. Resulta agotador hablar de la incierta realidad que soportamos cada día. Me pregunto si podemos hacer algo. Supongo que cada cual hace lo que puede. A veces nos da por pensar que ya está todo perdido, que el mundo se va a la mierda. Pero de pronto aparece un gato paseando por Carlos III y la vida luce su encanto, así es, lo tiene todo. El dolor y el consuelo de las pequeñas sorpresas, de las escenas mundanas, de las charlas que llenan el tiempo no para decir, sino para acompañar, para hacernos saber que estamos igual de perdidas, perdidos, todos.