Vivir fuera de la ciudad en la que una nació y se crió duele porque implica dejar atrás, entre otras cosas, a la persona que una fue en esa ciudad. Quizá por eso, aquellas personas que vivimos fuera seamos a veces más inmovilistas, porque dejamos un espacio que está anclado a nuestra memoria que en la mayoría de los casos preferiríamos que no cambiara.

Pienso esto cuando leo las noticias sobre la antigua estación de autobuses de Pamplona, y me pregunto si no me nublan la mente mis recuerdos sobre las despedidas de los gigantes de mi infancia. Si no son los recuerdos de mis hijos correteando por el parque infantil los que me hacen querer que se quede donde está.

Y tras reflexionar, creo sinceramente que no. Ese espacio es de los pocos en los que una persona puede pasar la tarde sin tener que consumir para ello, imprescindible cuando se tienen hijos pequeños. Es, por tanto, revolucionario. Le da personalidad a una plaza en la que, por otro lado, los otros edificios que hay podrían estar en cualquier otra ciudad. No cuentan la historia de la ciudad, mientras que la estación sí lo hace. 

Necesita mantenimiento, sí. Trabajemos en ello. Y preguntémonos también cómo percibirían las generaciones futuras un edificio con una altura muy superior al actual o un diseño más acorde a los tiempos. Vi construir el edificio de Osasunbidea en esa misma plaza, y, sinceramente, ni en aquel momento me gustó, ni me gusta ahora. Pero es que, además, mientras que la estación es atemporal, los edificios a su alrededor pertenecen a un momento concreto, y por tanto envejecen peor.

Por último, me permito recomendar a todas aquellas personas implicadas en la toma de esta decisión que primero lean el magnífico libro España fea, de Andrés Rubio. Seguro que les da que pensar.