El 5 de enero, víspera de la Epifanía del Señor, estuve en la consulta de mi facultativa de cabecera. Allí tenía un Belén, un Nacimiento más grande que una catedral, lo que me llenó de orgullo y satisfacción. El espíritu primigenio de las Navidades no se ha perdido, pensé. Qué ternura que una persona actualmente siga creyendo en estas cosas, seguí reflexionando. Respeto las creencias individuales, ¿por qué no respetan las mías? Soy un ciudadano que paga sus impuestos y me parece indecente que un profesional de la sanidad pública haga alarde en su despacho de su fe religiosa. Luego salí a la calle y la gente caminaba repleta de bolsas. Este es el verdadero espíritu navideño, el consumismo, concluí.