Andar en la mirada puesta en el suelo puede traer inesperados beneficios. Primero, no vas a tropezar, a torcerse el tobillo por pisar mal, o a ensuciar tus zapatos nuevos con excrementos de animales. También nos permite esquivar hábilmente las vomitonas del fin de semana, meadas y otros desechos. ¿Pero qué más podemos encontrar en el suelo paseando por el casco viejo un domingo por la mañana, aparte de mucha basura? Monedas. Algunas pocas de diez céntimos, unas cuantas de cinco y muchas, muchísimas de dos y un céntimo. ¿Por qué? Porque simplemente las monedas de uno y dos céntimos no valen nada. Antes todavía se podía deshacer de ellas pagando en pan, o comprando medicamentos en la farmacia, algunas medicinas valían, por ejemplo, tres euros con veintisiete céntimos. Pero ahora ya ni eso, nadie quiere monedas de uno y dos céntimos. Hace poco he intentado incluir discretamente estas monedas en el precio del café -dos de dos céntimos y una de uno- pero mi trama ha sido descubierta e instruida que ya no se aceptan estas monedas porque simplemente no tienen ningún poder adquisitivo.

Ligeramente avergonzada -me sentí como si intentase cometer un fraude - volví a casa, preguntándome qué hacer con las condenadas monedas. ¿Seguir acumulándolas en mi monedero? Después de un tiempo empiezan a pesar y a molestar. ¿Guardarlas en un tarro y luego, cuando el tarro se llene, llevarlo religiosamente al banco para obtener tres euros por meses de trabajo y paciencia? ¿O tirarlas al suelo con un gesto de mala leche ya que, al fin y al cabo, es nuestro dinero? No lo sé. Pero sí que sé que en los tiempos tan duros, cuando todos los artículos han subido tanto de precio, cuando la comida es carísima la expresión “vale cada céntimo” es una mentira.