La enfermera Letby acabó con siete niños. Leemos en prensa: “Nunca se sabrán los motivos que la llevaron a ello”, “el incomprensible horror de la enfermera”, etcétera. ¿Nunca entenderemos? ¿Profetizar que nunca sabremos los motivos?

Hay pocas cosas que me enternezcan más que la voz de un niño o niña. Me vuelvo en la calle para ver al propietario, luego miro al adulto acompañante y sonrío... Sin palabras, ¡qué preciosidad! Quiero entender mi fascinación: ¿Es por su visión infantil de la vida? ¿Por el niño que fui? ¿Los años que tiene por delante?

Lucy ha destruido eso varias veces. También quiero entender. Ella ha querido hacerlo. ¿Le duelen esas vidas plenas? ¿Qué le ha faltado? ¿Qué le hicieron? Los terapeutas nos enfrentamos todos los días a conductas y pensamientos aparentemente inexplicables. Tomemos las ideas parásitas, obsesivas, que nunca se llevan a cabo: una madre que teme coger el cuchillo de la cocina porque le asalta la fantasía de acuchillar al hijo, otra que teme acercarse al vacío de la ventana o escalera porque le asalta la idea de arrojar al niño, idea repentina de empujar al hijo bajo las ruedas del camión, etc. Ante ellas, podemos tomar dos posiciones diferentes:

A. Es una locura inexplicable, punto. Es, en el fondo, lo que dice el paciente. Eso no puede ser suyo, sería algo inaceptable. Busca una solución rápida que le arranque eso que no considera propio.

B. Tiene que ver con lo que ha vivido, aunque no lo entienda. Debe de haber una motivación inconsciente para tales ideas. Queda el largo y doloroso camino de entender razones y vivir emociones.

Lucy se diferencia básicamente en dos cosas:

1. Parece no sufrir ni tener sentimientos de culpa.

2. Seguramente no tiene ideas obsesivas que la protejan con culpa.

Detecto en muchos de los mensajes de los medios la posición A: El no querer entender, ni preguntarse. “Nunca entenderemos, solo tú sabrás”. No comparto el que nunca entenderemos. Mi lucha interna está en acercarme a cuán profundo ha sido el daño emocional que ha sufrido Lucy para buscar ese tipo de salida. Eso es lo que me cuesta imaginar. Trato de acercarme a ello empezando por los pequeños placeres sádicos que todos experimentamos cotidianamente. Nos podemos llegar a reír cuando un amigo pisa ese charco fangoso y se pone el pantalón perdido. O cuando se nos escapa una torta a un niño porque ha roto algo de un balonazo.

No alcanzo a entender el dolor que se puede sentir. Cuesta adoptar esta posición porque rápidamente se entiende como una justificación que exculparía todo. Yo prefiero vivir en la incertidumbre en que me coloca todo esto: creo que tiene potentes fuerzas emocionales y a la vez capacidad de decir que hace con eso. Tal vez nunca buscó ayuda emocional. Una solución fácil sería “está loca” (pero la justicia le hará responsable de ello porque sabía lo que hacía) o “nunca entenderemos”.

Tampoco tengo claro el “solo tú sabrás”. Veo muy posible que ella no sea consciente de lo que ha sufrido. Veo muy posible que ella esté huyendo de su sufrimiento inconsciente por medio de estas conductas. La falta de sentimiento de culpa que tanto dolor genera en los familiares es una autoprotección. Tenemos mecanismos similares en otros perpetradores: matones de la Guerra Civil, terroristas, islamistas, etc. Bien es cierto que en estos casos, los factores sociales complican las cosas. No creo en los psicópatas como carentes de sentimientos de culpa o fríos. Si fueran simplemente fríos, no se molestarían en matar. Tienen su tragedia bien enterrada.

Tal vez adoptamos estas posturas de no entender para mantenernos lejos de nuestros impulsos menos aceptables, destructivos, políticamente incorrectos. El cotidiano: “Yo lo mato”.

Otro tema sangrante: ¿Por qué la institución sanitaria tardó tanto tiempo en intervenir? Las instituciones tienen siempre un peligroso punto conservador, un “no hacer olas”, un “no denunciar”. Puesto en los individuos que las integramos, se diría que les tenemos cierta “lealtad”, cierta dosis de sumisión. Lo tenemos en la inercia en denunciar los abusos sexuales en instituciones educativas, o los casos de acoso en los colegios. Lo tenemos en lo que ha costado a entidades deportivas y a la Asamblea el confrontar el beso-abuso de Rubiales.

¿Aprenderemos a abordar la complejidad y nuestra complejidad?

El autor es psiquiatra y escritor