El día ha llegado y han bajado definitivamente el telón. Qué tristeza cuando una librería cierra. Hay algo que todas ellas tienen en común: un desorden ordenado, un caos aparente en una selva frondosa de libros de todo tipo que te hacen viajar a cualquier época y país; ser testigo de guerras y descubrimientos, bondades y atrocidades, reír y llorar, amar y odiar, reflexionar y aprender.

Los libros no tienen fecha de caducidad que obligue a venderlos a mitad de precio porque pueden perjudicar a nuestra salud. Entrar en una librería es un rito cuasi religioso: una devoción gozosa que nos adentra en el sanctasanctórum del saber en un ambiente de silencio monacal.

Abrir sus libros es sumergirnos en un jardín donde cada uno es una flor que emana su esencia, una fragancia que nos embriaga hasta casi levitar con él entre las manos; un agradable efluvio como la tierra seca cuando llueve.

Esta librería abocada ahora al cierre y su dueño sufrieron en su día un calvario: padecieron su particular noche de cristales rotos, fuego y plomo, su Juden Raus!; el exterior fue pintado no con triángulos sino con dianas que invitaban a no entrar mientras los libros miraban impertérritos y sumisos y se ofrecían al martirio sin tan siquiera derramar lágrimas que los protegiera del Fahrenheit 451 presto a devorarlos. Llevan 55 años a pie de libro, fomentando la cultura, inculcando la lectura y ahora han luchado a brazo partido contra las monstruosas plataformas. La última página ha sido leída y el libro cerrado. Hasta siempre Lagun; habéis ganado a pulso ser galardonados con el próximo Tambor de Oro. Fin.