Hay gente que espera en la estación. En la vieja estación esperan a que pase su tren para subirse en él. Quieren irse lejos, a otro sitio. Por diferentes razones desean cambiar de lugar. Unos pronto volverán. Otros lo harán más tarde. Y otros quizás no volverán jamás. Pero ninguno de ellos realmente tornará... Encogidos esperan en soledad. Sentados en los mohosos bancos de la vieja estación de Cretas. Sueñan con la mirada perdida en el horizonte. En sus caras se dibuja aquello que van a buscar. Aquello que dejan atrás. Aquellas historias que están a medio terminar. Desamparo, nostalgia, esperanza, dolor, ilusión y muchas cosas más pueblan la estación. Arrastran sus cochambrosas maletas de cartón piedra; con las esquinas repujadas de metal. Dentro de ellas, un puñado de ropa para empezar una nueva vida en la ciudad. Un sucio blanco, un desteñido negro tiñe las caras y la vieja estación de Cretas. Sumida en sus pensamientos, la gente va: en sus incertidumbres, en sus certezas, en sus creencias, en sus ideologías, en sus miedos…
A lo largo de su viaje cambiarán cientos de veces. Y aquellos que fueron al partir, aunque vuelvan jamás tornarán. Volverán convertidos en otro yo y quizás no lo sepan. Porque cuando compras un billete de ida para subir al tren de Cretas, la vuelta se podrá dar, pero la misma persona nunca tornará. Serás cualquier cosa, pero nada parecido a aquel que un decolorado día se montó en el tren con el corazón en un puño y los ojos enrojecidos. Y quizás, quién lo sabe, si algún día cansado de los golpes y desengaños, vuelvan al pueblo diciendo: “Que paren el tren que aquí me bajo, ya no aguanto más”.