A la libertad le ocurre lo que a la salud: se repara en ella cuando escasea. Además, y dependiendo de quién la mente, el vocablo gana o pierde su majestuoso significado; y más ahora que la derecha cava trincheras ideológicas y la usa a diario como arma de destrucción política. Cuando manosea la palabra, su significante se inmoviliza en su boca mientras sus letras se precipitan por la glotis ante la incapacidad de llegar a intuir el auténtico significado de su transformadora belleza.

La banalizan y vacían de contenido quienes, o no conocieron la dictadura o fueron cómplices o consentidores de la misma y, además, no hicieron nada por su conquista, engrandecimiento o protección, y quienes mienten y acusan al actual gobierno democrático de ilegítimo o perdedor. El PP es un partido que supura franquismo por los cuatro costados. Consecuentemente, no tiene reparos en pactar con Vox. Al alimón se erigen en adalides de la libertad, pero provocan patética hilaridad. Su reaccionaria libertad es la de implantar el pin neandertal, de volver a encerrar a colectivos en el armario, de menospreciar a la mujer, de censurar obras, de dar becas a los ricos… En suma, una libertad que solo ellos pueden gestionar.

Es obligado defenderla y reactivarla con hechos para que no muera. Ninguna democracia es inmejorable. Siempre se puede enriquecer. Nuestros jóvenes nacieron en ella y la libertad les es innata; pero la mayoría -al no conocer el desgarrador camino de su conquista plagado de conflictos que han llenado cunetas y cementerios de anónimos héroes-, ni la percibe, ni la aprecia, ni la valora. Por eso en los colegios, y aunque la carcunda de siempre brame, deberían educar en la historia de las conquistas sociales y el compromiso de no dar ni un paso atrás, como está ocurriendo con el inquietante auge de la derecha extrema ultraliberal -una mezcolanza de liberalismo, nacionalismo victimista y populismo exacerbado muy cercano al fascismo- en todo el mundo.