Siendo Magritte y Dalí los mejores representantes del surrealismo, no dejan de mostrarse totalmente diferentes. Dalí duplica las imágenes de su metáfora de manera literal; Magritte lo hace de manera figurada. Por eso, siendo del mismo movimiento artístico, resultan contrarios. Hace unos meses tenía ante mí en el museo Thyssen los cuadros Hombre invisible, de Dalí, y La Llave de los Campos, de Magritte. Estaban juntos, como si alguien quisiera que los comparásemos. En el primero busqué al hombre invisible del título como en un acertijo, como en un pasatiempo de revista. En el segundo miré la ventana con el cristal roto. La rompió el propio Magritte con la punta del pincel rebañada en óleo. Algunos trozos se encuentran en el aire y otros han caído al suelo de manera ordenada y se mantienen de pie recostados contra la pared, como los quería el artista. Se está duplicando la imagen porque el paisaje se ve al fondo tras los cristales que quedan agarrados al clavo ardiendo del marco, y al mismo tiempo ese paisaje está pegado en los lomos de los trozos huidos hacia el suelo. La duplicación es poética por imposible.
Todos llevamos trozos de vida pegados a la memoria como esos cristales. Tengo bajo la piel frases escondidas de Borges, Karl Marx, Herbert Marcusse, Jacques Rueff… Cargo con la culpa de creer que si entierras una moneda de oro en el jardín durante un año, no se va a multiplicar, y si la troceas la suma de sus partes nunca será mayor que el total. Y sin embargo, todos los días nos cuentan que la banca y la bolsa consiguen ese prodigio. La riqueza es trabajo acumulado, propio y ajeno. Es energía y por eso ni se crea ni se destruye, se transforma. Y sobre todo lo que se transforma es la manera de repartirla. Según un informe de Credit Suisse en Internet, el 1,1% de la población mundial posee el 45,8 % de toda la riqueza. Esa tendencia va en aumento. La luna no será de los americanos ni de los chinos ni de los rusos. Será del mejor postor, es decir, de alguna sociedad anónima de ricos que se llamará a sí misma benefactora, que nos cobrará por iluminarnos la noche, tomará un tanto por ciento cuando nos enamoremos y aplicará una tasa especial cada vez que suban o bajen las mareas y puede que hasta haya que pedir permiso para mirar los eclipses. El dinero ahora es intangible y su moneda, invisible como el hombre escondido de Dalí, difumina el acto del trueque cuando pagamos y distorsiona aún más la realidad de cómo se genera la riqueza.