El tiempo te llevó de mi mirada, pero nunca de mi vida. Escucho en el silencio de mis madrugadas el eco de tus palabras, grabadas en mí, y en mi memoria quedan tus manos, que sostuvieron las mías tantas veces sin que yo lo pidiera. Sigues aquí… porque me habitas.
Padre. Palabra pequeña, pero que carga con el peso del mundo. Un nombre pronunciado en tantas lenguas, en tantas voces, con tantos sentimientos. Hay quien lo dice con un brillo en los ojos, hay quien lo susurra con nostalgia. Hay quien lo guarda en el pecho como un puerto seguro y hay quien lo busca en el silencio de la ausencia. Porque la mayor herencia que un padre puede dejar no se escribe en testamentos, sino en el corazón de sus hijos. Una herencia replicada una y otra vez en signos dispersos en medio de la humanidad. Este es el verdadero milagro de la paternidad: seguir viviendo en quienes quedan.
Miro el mundo y me pregunto qué legado estamos dejando. Enviamos a los hijos a la guerra, los enterramos en fosas comunes, los sepultamos bajo los escombros, los hacemos pasar hambre y sed, los condenamos a una vida de indigencia, les arrebatamos su humanidad… Y en un gesto de perdón, cuando cierro los ojos, pienso: “¿qué dirías tú?”.
Ser padre es mucho más que un lazo de sangre. Es imprimir en el corazón de los hijos un sentido para la vida que trascienda lo efímero. Lo que queda es el amor. Ser padre es mucho más que dar la vida. Es enseñar a vivir. Es moldear caracteres, formar conciencias, sembrar valores que no se pierden con el tiempo. Lo que queda es la vida vivida. Un legado que se arraiga en el alma de los hijos y los acompaña para siempre. Ser padre es tocar el infinito. Yo aún estoy lejos, soy un mero aprendiz en el arte de ser padre…