12.30 de la mañana. La luz se apaga en la oficina. El cuadro eléctrico no dice nada. El teléfono tampoco. Los murmullos de los despachos se trasladan a las salas comunes. La preocupación crece por las personas atrapadas en ascensores, por los vecinos que necesitarán ayuda para subir o bajar escaleras, por los pacientes en hospitales...
Las tecnologías se han ido sin dejar nota. No cuesta imaginar que esto vuelva a ocurrir. Un corte seco y adiós. El apagón deja en evidencia nuestra dependencia de todas ellas. Una hora. Dos. Tres. Nada.
La incomodidad se instala como un animal lento. Para combatirla solo hace falta una dosis de solidaridad. Un valor que, en estos tiempos de individualismo exacerbado, parece condenado a cajones antiguos llenos de polvo, donde descansan, también, radios de dial manual y transistores pequeños.
En casa, entre cajas, encuentro uno. Soplo el polvo. Giro la rueda. Una voz empieza a informarnos de lo ocurrido. La luz regresa. Alrededor del pequeño aparato crecen otras cosas: la calma, el cuidado y la restauración de la crisis.
El apagón también ha resuelto otras cosas. Como resaltar que, ante una emergencia, la respuesta no vendrá de una pantalla, sino de la puerta de al lado.
No lo metamos en el cajón, por favor.