Todos podemos fallar en el despegue. Cada quien abriga su causa, una pista que resbala, un exceso de nubarrones en el ambiente, una falta de ese mix de coraje y queroseno para alzarnos… Nos puede fallar la mecánica interna y limitarnos a observar cómo otros calientan motores y se elevan. Conviene por lo tanto ayudarnos cuando nos quedamos en tierra, cuando el teléfono del auxilio se esfuma de la pantalla, cuando hemos de abrir la esterilla sobre el frío mármol.
Desde los aeropuertos habitualmente abrazamos cielos, pero hay a quienes no les suena el pitido del scanner para poder volar, no les alcanza nunca para el pasaje. No terminan de despegar de su crítico asfalto, de la superficie enmarañada de sus días.
Los aeropuertos internacionales son grandes y concurridas plazas modernas en las que se reúnen almas de los más variados orígenes. Cada puerta de embarque es un mundo, una cultura diferente y tú saltarás de una a otra en cuestión de segundos. Pasar la noche en un gran aeropuerto nos brinda a menudo la posibilidad de conocer gente nueva. Nos priva de prisas matutinas, sobre todo nos ahorra grandes desembolsos en hoteles caros de sus cercanías. Sin embargo, para los cuatrocientos de Barajas la noche en el aeropuerto no es una opción vacacional, sino una necesidad vital.
Viajar puede curarnos de pertinaces individualismos, acercarnos a esas noches de tan ligero sueño ajeno. Tengo en mi haber muchas noches de aeropuerto, pernoctas a la vera de los grandes pájaros metálicos, en salas de espera de diferentes continentes. Para esta finalidad los mejores aeropuertos son aquellos que cuentan con parque infantil y por lo tanto suelo de goma. Puedes tirar el saco y dormir sobre superficie mullida. No abundan en las grandes superficies de los aeropuertos largos bancos en los que estirarse por completo, pero un asiento apartado puede resultar también una solución más que aceptable, colocando los pies sobre la mochila o la maleta. El peor enemigo de las noches de aeropuerto son sin duda los altavoces. Ya no los hay que cantan vuelos, pero sí que repiten incansablemente obviedades que dificultan el sueño.
En ninguna de esas noches cogí chinches que, de todas formas, se hubieran quitado sencillamente con vinagre y bicarbonato. En esas pernoctas improvisadas sí me saqué miedos y limitaciones, también gané en solidaridad para con quienes no tienen otro techo. Ellos saldrán a la calle y no podrán gritar “¡taxi!”, menos aún aspirar a una cama con sábanas limpias...
Se ha armado excesivo revuelo con quienes buscan refugio a la noche en esas inmensas instalaciones. Demasiadas escobas, incluso alguna sindical, los quieren barrer fuera. Más peligroso que coger chinches en un aeropuerto es pillar, en la impoluta atmósfera de nuestro propio y blindado salón, el peligroso virus de la insolidaridad.
Acojamos pues, en Barajas, en nuestros anchos aeropuertos a quienes no tienen la llave de ningún hogar, a quienes no les aguarda a la noche el abrazo de ningún ser querido, a quienes no disfrutan de amigos, a quienes duermen con el ruido de los motores cercanos, descansan con la absoluta incertidumbre anclada en la pista de sus adentros.