Aunque todavía quedan personas, como la presidenta de la Comunidad de Madrid, que conciben los idiomas como murallas o armas de confrontación entre territorios y/o culturas, quiero creer que el grueso de la población entiende las lenguas como poderosas herramientas de comunicación y conexión entre distintos contextos culturales. Además de la incuestionable riqueza que los idiomas aportan al bagaje cultural de cada lugar, el aprendizaje de los mismos supone un extenso beneficio para quienes los adquieren, que va más allá de la capacidad de comunicación y entendimiento.
La neurolingüística, por activa y por pasiva, nos ha dejado patente cómo la adquisición de una lengua impacta en el cerebro humano, activando regiones como las áreas de Broca y de Wernicke, responsables de la producción y comprensión del lenguaje. De manera simultánea, la flexibilidad y agilidad mental se ven incrementadas debido a la integración de nuevo vocabulario y estructuras gramaticales que propician la generación de nuevas conexiones neuronales.
En conclusión, la adaptación a nuevas experiencias y conocimientos se refuerza sobremanera. Por si todo esto fuera poco, los idiomas constituyen una de las mejores vacunas probadas contra la estulticia e ignorancia, pues abren la mente y el deseo de conocer y conectar con otras manifestaciones culturales y antropológicas, lo que facilita la comprensión del mundo circundante.