Cada ser humano que ha existido posee una historia única e irrepetible. Aunque puedan hallarse similitudes o paralelismos entre nuestras experiencias, nunca serán idénticas: esa diversidad es el auténtico ADN de la vida humana.

Esa singularidad puede tomar dos caminos: alimentar el individualismo o convertirse en fuerza para construir un bienestar común. La sociedad japonesa, por ejemplo, ha sabido integrar la identidad personal dentro de un sentido colectivo, logrando que las habilidades de cada uno sumen en beneficio de todos.

En nuestras manos está que el talento personal caiga en saco roto o se una al de otros para multiplicar resultados. Hoy contamos con herramientas como la Inteligencia Artificial, capaces de complementar el trabajo humano y potenciar la cooperación para lograr procesos más eficaces y productivos.

No basta con educar para acumular conocimiento: es igual de urgente fomentar la colaboración, un valor prácticamente ausente en nuestra clase política. El individualismo promovido por ciertos influenciadores en redes sociales no es el camino para una sociedad que aspire a la crítica constructiva y al progreso real.

Podemos seguir repitiendo discursos ajenos o atrevernos a aportar nuestra propia voz. El cambio no llegará solo: empieza cuando cada historia exclusiva se pone al servicio de un propósito común.