Ha pasado un año desde aquellos desafortunados días en los que una dana arrasó parte de la comunidad de Valencia, llevándose por delante a muchas personas que no alcanzaron protección o un lugar para salvar sus vidas. Desde entonces, la clase política española, condicionada por la toxicidad que desde hace tiempo impera en el ambiente, se ha enzarzado en reproches y reprimendas, llegando a veces a descuidar la ayuda para quienes todavía demandan apoyo y asistencia en su intento por superar las consecuencias de la devastación.

Pese al cruce de acusaciones, ningún cargo político ha asumido responsabilidades, salvo la consejera de emergencia durante la dana, Salomé Pradas, que, a modo de cabeza de turco, fue cesada por su jefe. Queda, por lo tanto, confiar en la justicia para que quienes no asumieron responsabilidades políticas respondan a las penales si es que existen. Lo muy lamentable de este fatídico suceso es que, como suele ser habitual, las víctimas y sus familias no ocupan la prioridad de las fuerzas políticas gobernantes, pues no les son útiles para mejorar sus réditos electorales; muy al contrario, pueden resultar contraproducentes.

Un año después la llama de la desvergüenza sigue viva y asistimos a un bochornoso espectáculo propio de una telenovela, en el que se debate la identidad del sustituto de quien ha sido mantenido en su cargo y defendido por su nula gestión en la crisis. Es un doloroso ejercicio de egocentrismo, pero resulta todavía más inquietante y estremecedora la falta de empatía de los depositarios de la confianza del pueblo.