Hay momentos en los que una institución se revela por completo. No por lo que proclama, sino por aquello que decide premiar. Cuando la FIFA crea un premio de la paz y se lo concede a Donald Trump, no está solo cometiendo un error de juicio, está declarando públicamente que la palabra paz ha perdido peso, ha perdido exigencia, ha perdido dignidad. Premiar a alguien cuya presencia pública está marcada por la humillación sistemática de periodistas, por el desprecio al contradictorio y por la normalización de la agresividad verbal no es una ironía histórica, es una quiebra ética.
Más perturbador aún es el cinismo simbólico de esta elección. Hablar de paz mientras se promueve activamente la venta de armamento, mientras se reduce la diplomacia a negocio y se mira a territorios devastados por la guerra como oportunidades de inversión turística, revela una fractura profunda entre discurso y realidad humana. La paz no es un eslogan, ni un trofeo moldeado a la medida del ego de quien nunca ha demostrado empatía, capacidad de diálogo ni sentido ético. Llamar unidad a esta farsa es insultar a las víctimas reales de la violencia y del conflicto. Así, la paz deja de ser un camino exigente para transformarse en un adorno retórico al servicio del poder. Esta decisión dice tanto sobre Donald Trump como sobre la FIFA. El fútbol, antaño espacio de encuentro popular y lenguaje universal, fue progresivamente capturado por el juego del poder político y económico. Este premio no es un accidente. Es coherente con una organización dispuesta a entregar distinciones morales para agradar a los fuertes, aunque ello exija vaciar por completo los valores que dice defender. El deporte dejó de ser solo instrumentalizado por la política, porque pasó a formar parte activa de ella. La FIFA no cometió un error de comunicación. La FIFA está eligiendo deliberadamente el lado del poder sin escrúpulos, del ego hipertrofiado, de la política disfrazada de gran evento global.
Y aquí llegamos al punto más incómodo: ¿cuál es la responsabilidad de quien observa? Cuando el deporte se arrodilla ante el poder político más raso, todos los que asisten en silencio participan de esa legitimación. Los millones que siguen el Campeonato del Mundo organizado por la FIFA lo hacen con plena conciencia. No son culpables por gustarles el fútbol, pero se vuelven corresponsables cuando aceptan, en silencio, que la paz sea transformada en un ornamento vacío al servicio del poder. Tal vez este sea el signo más claro de nuestra época, no se trata solo de la ausencia de valores, sino de la facilidad con la que aceptamos que sean vendidos. Si incluso la paz puede ser premiada así, ¿qué legado estamos dejando?