Hay hombres a los que la vida intenta borrar con una goma sucia y mal afilada. Y hay hombres -pocos- que, aun cuando los dan por muertos, se levantan sin estridencias y dicen, simplemente: estoy vivo. Esta carta es para uno de ellos. Para Javier de Tafalla. Hoy, día de su cumpleaños.
Conocí a Javier en el Hospital San Juan de Dios, ese lugar donde el tiempo se detiene y las certezas se rompen como huesos mal soldados. Allí estaba él, después de que un coche lo arrollara en un paso de cebra de Tafalla. Un golpe seco. Una huida. Silencio.
A la familia le dijeron que se despidiera. Pero se equivocaron. Porque Javier no solo no murió: decidió vivir. Y lo hizo con una actitud que no se enseña en ninguna facultad ni se prescribe en ningún tratamiento. La actitud impecable. La del que colabora siempre, la del que no se queja, la del que sonríe cuando el cuerpo no acompaña y el sistema tampoco. Nunca podrán decir de él que no colaboró.
Va en taxi, de forma ambulatoria, como quien vuelve de hacer un recado y no de pelearle la vida a la muerte. Y aun así, fue la persona más vital del hospital. El que animaba a otros cuando apenas podía sostenerse. El que recordaba, con ironía tranquila, que seguía aquí.
“Que estoy vivo”. Ese es su leitmotiv. No como consigna heroica, sino como constatación serena. Como quien enumera los hechos: respiro, camino, sigo.
Javier pertenece a esa estirpe rara de hombres encantadores que no hacen ruido, pero dejan huella. De los que permanecen. De los que, cuando pasan por tu espacio y tu tiempo, lo ennoblecen un poco. De los que convierten una habitación de hospital en una trinchera digna.
Hoy cumple años. Y esta carta no es una denuncia ni una elegía. Es un agradecimiento. Por enseñarnos que estar vivo no es un derecho garantizado, sino una conquista diaria. Por recordarnos que la dignidad no depende de cómo te traten, sino de cómo respondes. Por demostrar que incluso cuando te cubren con una manta creyendo que todo ha terminado, todavía puedes levantarte y decir: aquí sigo.
Que esta carta sirva para algo sencillo y esencial: para que Javier sepa que no pasó desapercibido. Que su “estoy vivo” ya pertenece a otros. Y que hay corazones -muchos más de los que imagina- agradecidos por haber compartido con él un tramo del camino.
Y si alguna vez olvidamos lo que importa, bastará con recordar a un hombre al que taparon con una manta y que, aun así, decidió quedarse.
¡Feliz cumpleaños, Javier! ¡Y gracias! Por seguir aquí.