vamos a ver. Un poco de entusiasmo está bien, claro, no digo que no. Te anima a creer en las cosas. Y a confiar en tus posibilidades. Eso no está mal. A veces, sobre todo en primavera (en la primavera de la vida), resulta encantador observar el entusiasmo de las ingenuas criaturas. Saltimbanquis y autoreivindicativas bajo un sol benévolo. Pero no hay que dejarse llevar demasiado. Sobre todo, a partir de una edad. En cierto modo, el entusiasmo es una especie de posesión. Vas dirigido. Te entusiasmas con algo y ya no tienes ojos para nada más. Ésa es la pena. La pérdida de visión. Te entusiasmas con una cosa y es como si dejara de interesarte la infinidad restante. Te entusiasmas con los discos de vinilo y todo lo demás te parece soso. Te entusiasmas con los bonsáis y no ves más que bonsáis o posibilidades de futuros bonsáis. Te entusiasmas con el pádel y lo mismo: todo es pádel. El entusiasmo acarrea un serio déficit perceptivo, a eso iba. Lo digo, por ejemplo, a propósito de la manifestación del domingo contra el aborto. Los organizadores estimaron con toda seriedad que el número de participantes rondaba los 2 millones de personas. Pues bien, se ha demostrado por medio de un programa informático que la cifra real (me imagino que contando a los niños, ojo con eso) anduvo en torno a los 55.000. Hubieran hecho falta 40 manifestaciones como esa para alcanzar los 2 millones. Y no quiero sospechar que esos buenos organizadores trataran de engañar a nadie. Más bien, me inclino a pensar que fueron, una vez más, víctimas de un atolondrado exceso de entusiasmo. El viejo y entrañable Lichtenberg alude a un error similar cuando admite: "He señalado con la empuñadura del bastón algo que debí señalar con la punta de una aguja". Abundando en eso, cuidado también con el entusiasmo que se pone serio y se inviste de solemnidad. Con frecuencia, tendemos a creer que todo lo que se profiere con gesto adusto es razonable. Y no es así. De eso nada, monada. Sería demasiado fácil.