EL otro día, en la mañana cochabambina de loros y buganvillas, estuve conversando un buen rato con una persona luminosa, alguien que da más de lo que recibe: el sacerdote Gregorio Iriarte, natural de Olazagutía.

Nacido en 1927, Gregorio Iriarte lleva muchos años en Bolivia. Es una persona muy querida y respetada en diferentes sectores de la población. Y alguien crítico en lo político y social, y por tanto necesario en un escenario en el que no hay actor que no quiera llevar toda la voz cantante. Su obra Análisis Crítico de la Realidad es de absoluta referencia a la hora de acercarse con datos fiables en la mano a la realidad boliviana de hoy. Porque lo suyo son los datos, pacientemente recogidos, indiscutibles, abrumadores y acusadores. Acaba de aparecer la 17ª edición. Una entre muchas de sus obras de ensayo y divulgación. Entre carcajadas, él y algunos escritores bolivianos amigos, dicen que es el autor más vendido de Bolivia.

Iriarte ha conocido y padecido los peores años de dictaduras y represiones, y compartido las condiciones de vida de los mineros del estaño, en Llallagua, Uncía y Catavi. Se enfrentó a la injusticia con vigor y de una manera pacífica y convincente, movido por lo que para él son irrenunciables valores cristianos: estuvo con los perseguidos, con los más débiles, con los más pobres. Lástima que estas expresiones suenen a demagogia. Todo lo que nos resulta molesto es demagogia.

Me pregunto si alguien, en el Gobierno de Navarra, sabe del alcance de la obra ensayística y humana de Gregorio Iriarte, y si no estaremos dejando escapar la ocasión de reconocer la labor de una vida entregada a la defensa de la dignidad de la persona humana y a sus valores

"Vinimos a convertirlos y nos convirtieron ellos a nosotros", dijo en una ocasión junto a Eguiguren, el obispo de Trinidad, otro que merece algo más que una glosa.

Éstas son las voces más autorizadas de esa realidad boliviana que escapa a lo que es mera pugna política. Lo que toca día a día: la educación deficiente y atrasada, la industria generalizada del contrabando, la burocratización excesiva que supone un lastre casi insalvable para una sociedad que necesita cambiar con urgencia, el efecto negativo de la inmigración que, al margen del movimiento de las remesas, deja grandes bolsas de marginación y desestructuración familiar, la escalada armamentística de todo el continente, el muy pernicioso efecto del narcotráfico, sobre el que escribió un Narcotráfico y política. Militarismo y mafia en Bolivia (1982) en un momento en que esa denuncia podía costarle la vida, como le costó al jesuita Luis Espinal. En ese libro, Iriarte sostiene tesis que son válidas 30 años más tarde: el narcotráfico no se daría sin la complicidad de muy poderosas estructuras financieras y sin la presencia del mayor consumidor de droga: los Estados Unidos.

No hay día, dice y compruebo, que no haya capturas de grandes cantidades de pasta base o de cocaína ya refinada, rumbo a Colombia o a Chile. Los laboratorios más o menos artesanales y los envíos se multiplican. Se trata de una red social corrupta amparada por ciudadanos por encima de toda sospecha. La labor del gobierno, por muy dura que sea, se revela insuficiente.

Iriarte insiste una y otra vez en que el verdadero trabajo es en los niveles educativos, en la educación de ciudadanos nuevos en valores de justicia, libertad, solidaridad, pero con métodos también nuevos, activos, y se desespera cuando ve la lentitud de esos avances, y sigue en la brecha publicando un libro tras otro sobre esa y otras cuestiones, dando charlas y conferencias, atendiendo a unos y a otros. Ochenta y tres años. Útil, ejemplar, pacífico.