El Fuerte de San Cristóbal
"Si se visitasen los establecimientos penales de los distintos países y se comparasen sus sistemas y los nuestros, puedo aseguraros sin temor a equivocarme que no se encontraría régimen tan justo, católico y humano como el establecido desde nuestro movimiento".
Esta es la leyenda azul que campea en uno de los rincones del Fuerte de San Cristóbal y un preciso testimonio de que aquello fue una prisión espantosa desde la época de la revolución de Asturias, de octubre de 1934, a 1945. Cuando visitas el interior del fuerte y te asomas a las páginas escritas por Félix Sierra e Iñaki Alforja (Fuerte de San Cristóbal, 1938), te das cuenta del alcance del sarcasmo y la mala fe de los vencedores y verdugos de un nuevo régimen que encierra esa frase; un régimen que hizo todo lo posible por aniquilar a sus enemigos y desafectos. No eran tan meramente autoritario como sostienen los historiadores afectos a aquel régimen y a sus presupuestos ideológicos hasta ahora mismo. Para muestra, lo sucedido con el desdichado diccionario histórico de la Academia de la Historia.
Si no fuera por los testimonios recogidos por los dos autores citados, llama la atención la poca escritura memorialística que generó tanto la vida en el interior de esa durísima prisión franquista, como la fuga del 22 de mayo de 1938, en comparación a la magnitud de los hechos. Que en 1977 quedara finalista del premio Espejo de España una obra como La gran fuga, del falangista Alcázar de Velasco, da la medida del clima poco favorable y de las dificultades que tuvieron las verdaderas víctimas para sacar su historia a la luz.
El libro de Sierra y Alforja tiene la virtud de sintetizar los testimonios dispersos y los artículos escritos y publicados contra viento y marea, en un clima muy poco favorable a la escritura de una historia veraz de lo sucedido, allí y en otros lugares, y muy poco o nada tenidos en cuenta por los historiadores de cámara, favorables siempre al régimen más beneficioso socialmente, el del orden al que dio lugar la victoria franquista. Al de Sierra y Alforja se suma el de Ernesto Carratalá: Memorias de un piojo republicano.
Viene todo lo anterior a propósito de una visita al fuerte de San Cristóbal, del monte Ezkaba, que hice el otro día en compañía de algunos familiares de presos que murieron allí y de asesinados en la retaguardia, y de la mano de la asociación Txinparta. No conocía el interior del fuerte. Me pareció lo que es: una colosal obra de ingeniería que no tiene valor estratégico alguno, es decir, que no sirve para nada, ni ahora ni al tiempo que fue prisión, salvo para albergar una de estas, o como monumento, tan lóbrego como ruinoso, a las consecuencias de un alzamiento militar que dio lugar a una guerra civil. Ahí seguirá, sin otro uso posible que el de un memorial a la infamia, así derriben, como han derribado, los elementos arquitectónicos propios de la prisión, visibles en sus restos.
Desde los primeros días del alzamiento militar subieron presos al fuerte porque no cabían en la prisión provincial. Algunos no llegaron hasta arriba. Las curvas de la carretera fueron el escenario de los crímenes alevosos de falanges, requetés o quien quiera que fuese el encargado de la conducción de los presos. Hay testimonios. Luego fueron llegando prisioneros de otros lugares, del frente del norte y de otros. Hasta 1945, pasaron por allí casi 5.000 prisioneros.
Es ya historia muy contada que el 22 de mayo de 1938 se produjo una fuga masiva de presos, 795, de los que solo tres lograron llegar a Francia. Doscientos fueron cazados por los montes como conejos y catorce fusilados. El resto fue reintegrado al fuerte y recluido en zonas de castigo, subterráneas, en condiciones infrahumanas.
Celdas colectivas y de castigo, corredores, galerías, escaleras ruinosas, poternas condenadas, pozos y sumideros, mugre, y en las paredes grafitis que daban cuenta de los días de encierro o dejaban testimonio del paso por aquel lugar donde los piojos, el hambre, el frío y las enfermedades eran la dieta diaria.
La gente que acudió, desde Murcia por ejemplo, a visitar el fuerte donde habían estado prisioneros y fallecido sus familiares, eran unas personas emocionadas, silenciosas, con su drama a cuestas, que se asomaban al amplio panorama de la Cuenca de Pamplona o se espantaban nada más pasar las primeras rejas. Aquello no es un parque de atracciones reciclable en centro de interpretación turísticocultural.
Si la visita a lo que queda del penal sobrecogía, no le iba a la zaga el llamado Cementerio de las botellas, en la ladera norte del monte, donde fueron enterrados unos 130 reclusos. Gracias en parte a los trabajos de Jimeno Jurío el cementerio fue localizado, sepultado en la maleza, hacia 2006. Si alguien sabía de su existencia, se lo calló seguramente porque no conviene remover, que equivale a decir que no les remuevan a los informados.
Dos mozos de Murcia contaban como habían encontrado entre aquellos enterrados a su abuelo, detenido una vez finalizada la guerra, muerto de tuberculosis en el fuerte y desaparecido durante 60 años. Nadie les había informado del lugar donde estaba enterrado. ¿Por qué? El suyo es un testimonio entre muchos otros.
Si la administración o los sucesivos gobiernos hubiesen hecho algo en favor de esos miles de víctimas de la guerra, un gesto reparador o de reconocimiento, y no se hubiesen empeñado en imponer un silencio obligado y ominoso, el del vencedor sobre el vencido, o admitido como una falsa servidumbre de paz, tal vez no estaríamos ahora hablando del contenido y alcance de la ley de memoria histórica, ni se estaría escribiendo un día sí y otro también de hechos relacionados con la represión o de la guerra misma. Si fuera, como sostiene la derecha más obcecada, un tema zanjado, no estaría de plena de actualidad. Esas familias merecen por lo menos el saber qué paso con sus padres o abuelos.
El otro día, entre los asistentes a la visita a la antigua prisión de San Cristóbal, no escuché ni un solo comentario vengativo o rencoroso, no hubo odios azuzados, ni rencores avivados, nada que no fuera el relato escueto, frío, de unos hechos, el recuerdo preciso de un familiar perdido, gente emocionada que buscaba un puñado de tierra, necesario.