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El país de la bencina

Arrogantes y especialistas en avivar cuantos fuegos ardan, de pronto, como por arte de magia, bajo sus pies, o más comúnmente, bajos los de los ciudadanos y se los queman. Si los ciudadanos reclaman que se están quemando o que se han abrasado, les abren a palos la cabeza. Cuando un monte se quema, este endemoniado Gobierno de incendiarios se va a ver partidos de fútbol puroalmorro y el Ministerio de Defensa paga para el viaje un catering que quita el hipo y que no puede quitar el hambre a quien no la pasa y se niega a saber qué es eso. Esas cosas... para Cáritas, para Unicef, para las ONG que pueda controlar el Gobierno. Mientras tanto que arda, el monte, la calle, lo que sea.

Este es el país de la bencina en el que casi todo arde y en el que las alarmas se acallan a golpes de porra o de Código Penal. Aquí no suenan otras sirenas que las de los matones que avisan de su llegada, como los legionarios romanos, como los cascos de los caballos de los civiles que abrían a sablazos las cabezas de los huelguistas. Sirenas, cascos, avisos, pero sobre todo ruido para acallar las alarmas elementales de las cifras de paro y la ausencia absoluta, radical, de verdad criminal a estas alturas, de una política de empleo -no existe, no la crean, no son capaces de crearla-; de la mendicidad ciudadana en aumento, la pobreza infantil, la proliferación de personas sin techo, los desahucios domiciliarios en aluvión, tan parecidos, tanto a expolios, los comedores sociales... Estamos a un paso de las colas para recoger el pre de los cuarteles. Solo que ya no hay cuarteles en los que sobre de esa manera la comida.

Eso sí, suenan las alarmas cuando una inmensa mayoría de catalanes sale a la calle a reclamar independencia nacional. El rasgado de vestiduras es mayúsculo, y por si los ánimos no estuvieran suficientemente encendidos, el ministro Wert echa el bidón de bencina para avivarlo sin remedio manifestando una intención gubernamental de españolizar Cataluña. Volteretas para atrás. Vuelven los tiempos del hablar en cristiano. Temible.

Porque esa desgraciada expresión, en boca de un profesional de los enredos políticos que cree poder permitírselo todo, para él y para su familia, me ha recordado a la fuerza otro verbo curioso: españolear.

Españolear. Lo utilizó el inefable escritor valenciano y franquista Federico García Sanchíz, a quien el régimen mandaba por América de charlista, a españolear, es decir, a repartir doctrina, a enseñar historia manipulada, a tocar la fibra de los mismísimos, a predicar el valor "de nuestras ideas y actitudes clásicas" (ay, demonio, ay). Y con él iban a lo mismo todos los paniaguados del periodismo y la diplomacia falangistas, que fueron muchos, muchos. Al Gobierno actual, de esos Federicos, valencianos o no, le sobran, tiene charlistas y opinadores de cabecera que vienen españoleando desde hace ya unos cuantos años desde las páginas de varios medios de comunicación y echando sobre los ojos y oídos de sus lectores toda la bencina de la que han sido capaces, que ha sido mucha.

Bencina y fuego en una reforma del Código Penal que tiene dos caras, una muy populista, de castigos ejemplares y de orden, que gusta mucho, y otra de reforzamiento del estado policiaco moderno en el que ya desde hace años se ha ido convertido este, pero como es moderno se nota menos, es decir, que lo notan unos más que otros.

Los bosques no se han quemado solos. Alguien ha arrimado bencina a esos bosques. El dramático hundimiento del mercado laboral, imparable, tiene responsables directos. La decisión de no perseguirlos es política. Este estado de cosas no se debe a una fatalidad ineludible, sino a una mala gestión y a una política de saqueo y de hacerse con ventajas inmediatas sin reparar en los medios. Hay directivos de banca, de instituciones financieras, políticos nacionales y autonómicos, que por sí mismos y en unión de sus asesores se han enriquecido con las jugadas, porque jugadas son, cuando no tiradas, y que son responsables de actuaciones dolosas más que dudosas, que ahora se encubren con una causa genérica: la crisis, los mercados, la soberanía nacional mermada... nada, nadie, como si todo fuera cuestión no de política, sino de meteorología y no hubiese manera de protegerse de los incendios forestales o de las gotas frías. Un abuso. Y un abuso mayúsculo el hacerle tragar a la ciudadanía esta rueda de molino a golpes.

Y de los incendiarios y sus incendios, a una luz que se apaga. No quería escribir de esto porque, ¿para qué? Pero justamente, como contrapunto a esa chamusquina que no logra borrar el tufo del fiemal, hay gente, ¿no? Que igual te hace concebir la esperanza de que esto no está del todo perdido.

Hace tres días falleció en Cochabamba, Gregorio Iriarte, sacerdote, nacido en Olazagutía, Navarra, esta u otra, pero Navarra, no sé si me explico bien. Gregorio ha sido una personalidad de verdad relevante en la vida pública boliviana, en lo social, en lo político, en lo religioso, y algo más que boliviana, porque pertenecía a ese enorme país de los perseguidos, los humillados, los que no pueden comprarse la salud, la educación, la instrucción elemental incluso, los jóvenes y menos jóvenes abandonados que viven en las calles, las que padecen la violencia de género y de la miseria, los mineros abusados, los campesinos atropellados en sus derechos, las víctimas de las corrupciones políticas, de la especulación ciega, de la violencia institucional, de los narcotraficantes -solo por su libro Narcotráfico y política merecía un premio-, de las dictaduras... Un país sin fronteras en el que me consta no estaba solo.

Lo conocí hace unos años, en Llallagua-Siglo XX, un 24 de junio, aniversario de la matanza de San Juan (1967), de la que fueron víctimas los mineros de Uncía, Catavi, Llallagua, la gente a cuyo lado luchó. Ese mundo, a más de 4.000 metros de altitud, no es ninguna broma.

Ya lo he escrito muchas veces: Gregorio Iriarte se merecía, de la tierra que le vio nacer, un reconocimiento que no ha tenido. Se conoce que aparte del valor de la tarea realizada hacen falta otras cosas; temibles estas. Hombre, los de Olazti podían estirarse un poco. Por comentar, eh. Yo le voy a echar mucho de menos, a él, a su sonrisa, a su amistad, a sus cartas. Mucho de lo que sé de Bolivia a él se lo debo. Me quedan sus libros, sí, ya sé, pero no es lo mismo.