Apocalipsis a diario
En realidad no había ni siquiera predicciones reales de que el mundo fuera a acabarse el día 21, día de mascarada remota, aunque lo cierto es que ya hay millones de personas, dentro y fuera del país en el que vivimos, que no es que hayan padecido un apocalipsis, sino que pueden dar su vida por perdida, al menos tal y como la conocían hasta hace nada. Esto, claro está, no tranquiliza más que a los afortunados que pueden seguir viviéndola como hasta la fatídica fecha; y al ritmo que íbamos, mejor incluso, mucho mejor. Las cifras cantan. Unos hacia arriba de manera imparable, caiga lo que caiga, que cae, y otros hacia abajo, aplastados por la misma pedregada que a los otros enriquece; y entre ambos, una distancia ya insalvable. Solo así se entiende que el presidente del CGPJ pueda quejarse de tener que viajar en clase turista porque "da mala imagen". Están abonados al parasitismo social. El cambio de vida y de sociedad no va con ellos, si se produce tiene que ser por fuerza contra ellos.
Parece mentira que en tan pocos años se haya producido una desigualdad social como esta en la que estamos embarcados y que nos enfrenta por fuerza, porque ese es el fantasma que aparece en el horizonte, el del enfrentamiento, el de la violencia; asunto del que se habla lo menos posible no vaya a ser que haciéndolo lo convoquemos. Que hablen los extranjeros, que para eso son de fuera, como los de la BBC británica, que se han pasado de contar verdades y de hacer demagogia con las cifras. O en su defecto que hablen los agoreros de siempre, que ya sabemos quiénes son, derrotistas, malos españoles. A nosotros nos puede la voluntad de convivencia, el diálogo, ese que consiste en que "Yo hablo, tú escuchas, al final me aplaudes, luego acatas y, sobre todo, me desapareces de escena, ¿eh, estamos, chato?... ¿O prefieres que llame a los antidisturbios?".
Por el momento, esa desigualdad social tan evidente, tan llamativa, nos resulta inexplicable, salvo que admitamos que mientras una masa de población se conformaba con lo conseguido, con lo que no le regalaba nadie, a ver si estamos, otra parte mucho menos numerosa de habitantes de ese mismo país, la que ha visto aumentar sus riquezas mientras los demás se empobrecen, conspiraba de manera criminal para enriquecerse sin límite a costa del bienestar de los más, no del suyo, nunca del suyo. El fin del mundo les iba a chafar la farra, a ellos y a sus hijos, y no se la ha chafado. La farra continúa. Ayer o mañana, da igual, pueden seguir perpetuando la estirpe de la insaciable voracidad, del saqueo sistemático de la cosa pública, pueden seguir figurando, padres e hijos, hermanos, cuñados, deudos, en el escalafón del Ministerio de la Ventaja, al que se encaramaron con la ayuda de las urnas y del aplauso de sus iguales y de quienes esperaban que les cayera algo, el barato de la timba. Aquí, como en los casinos de las ruletas trucadas, y este las tiene, vaya que sí, solo gana la banca.
Las cosas, ya en invierno, incumplidos los vaticinios comerciales del fin del mundo (risible expresión por cierto), van a seguir no igual, sino peor de como estaban antes de que el mundo fuera a acabarse, porque la marcha de la escorredura parece imparable. Para eso no necesitamos ni profetas de grandes dotes y más alcance, ni de los de "a cojón visto todos son machos", que es una profesión descansada como pocas. Lo hemos ido aprendiendo con salir a la calle o con vernos en ella. Eso sí, los predicadores te tachan de apocalíptico si insistes en hablar del paro, de la gente que se ha visto despojada de su casa y aumenta las cifras de los sin techo callejeros, del encarecimiento de esa vida que no se ha acabado, pero que amenaza con acabar con muchos de nosotros de manera lenta y en la penumbra, porque o tenemos ingresos saneados o el vivir a media luz va a ser una seña identitaria de clase. Para los predicadores del que no hay mal que cien años dure, el siempre amanece y etcétera, sermón este que beneficia a la clase dirigente, no hay ruina o esta es pasajera, un bache, como si por arte de birlibirloque fuéramos a regresar a donde estábamos y esto que estamos viviendo no fuese más que un mal sueño.
Lo cierto es que venga lo que venga, amanezca, que no es poco, ya sabemos, más tarde que pronto, nada va a ser igual a como lo hemos conocido. Este es también un ingrediente del albondigón de miedo y desesperanza que sustituye al lustroso pavo navideño... rociado con una salsa de negro azabache del legítimo temor a que el futuro sea un futuro de perros, de los mismos perros con distintos collares quiero decir.
Antes se hablaba de Asistencia pública, ahora ni eso, porque al paso que vamos, y si no se produce un cambio de régimen y no un mero cambio de gobierno, puede que llegue el momento en que sea mejor morirse antes que enfermar de verdad. De hecho, hay una parte importante de la población que sobra, es decir, que si no existiera, les facilitaría las cosas. No es lo mismo apechugar con siete millones de parados que con dos, por ejemplo, o no tener que encarar que una quinta parte de los hogares españoles está en la miseria y que dentro de poco un tercio de la población podrá ser considerada pobre, mientras los causantes se escurren, impunes, protegidos por todos los estamentos del sistema.
Nos gustaría que nos dijeran que el callejón sin salida es solo un espejismo, un trampantojo, y que al fondo hay salida; pero no, callan, se enredan en galimatías pintorescos o se van de viaje a Afganistán a decir que mientras los demás países se retiran, España, país al que no le llega la camisa al cuerpo, se queda mucho más tiempo del previsto. A no ser que, pactando con los talibanes, quieran hacer negocio con el opio y llevarnos a una pimpante narcodictadura, o que haya negocio de empresas de armamento de por medio, no se entienden esas piruetas y las mojigangas patrióticas que las acompañan.