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El asco que no cesa

Para mí, la noticia de la semana ha sido el reciente dictamen del Comité de Derechos Humanos de la ONU que concluye que María Atxabal fue torturada en dependencias policiales, tras ser detenida en 1996 y acusada de colaboración con ETA.

Además de las torturas sufridas, María Atxabal pasó un año en la cárcel para quedar luego absuelta de todo delito y en libertad sin cargos. Es decir, que la mujer fue objeto de un castigo ejemplar al margen de la ley, o no, no tan al margen, sino dentro, en esos pliegues, en esas grietas y recovecos que las propias leyes permiten y amparan, aliviaderos por donde el "error" judicial o la plena intención de castigo arbitrario desaparecen sin consecuencia alguna para las víctimas o los perjudicados. La ley permite esas prisiones abocadas a la libertad sin cargos que han sido utilizadas con liberalidad.

Ahora quedan atrás 17 años de ardua batalla judicial en defensa de unos derechos elementales contra todos los autores de las torturas, los materiales y los cómplices por encubrimiento, tanto institucionales como mediáticos, y los que en su día negaron los hechos, manipularon la noticia y ahora la silencian cuando es favorable y reparadora para la víctima. Ni una palabra de piedad. Y es que unos y otros cuentan con el beneplácito y el aplauso de una parte de la ciudadanía, algo que no debemos olvidar. Ese apoyo social es tan repugnante como la actuación directa de los torturadores a quienes, como mucho, se les considerará funcionarios en el ejercicio de sus funciones. Extraño país éste o espantoso país en el que una línea nada sutil divide a los torturadores de los torturados.

Leo que el Comité de Derechos Humanos insta ahora al Estado español "a reparar el daño causado, a abrir una investigación precisa y objetiva de los hechos acaecidos durante la incomunicación y a prestar asistencia médica gratuita a la demandante, para tratar el estrés post-traumático que sufre". Veremos en qué para. Yo creo que en nada, pero lo que yo crea no va a ningún lado. Dudo mucho que el Estado español, representado por el gobierno del Partido Popular, se aplique a indemnizar y a reparar de la manera que sea a la víctima. Eso equivaldría a reconocer los hechos y a que ese reconocimiento fuera público. No está en su espíritu, al contrario. No sería ésta la primera vez que una condena internacional relacionada con las torturas, los abusos y los atropellos en materia de derechos humanos acabe en el cesto de los papeles. La tradición exige el sostenella y no enmendalla, mantener en pie el mástil de la bandera del patriótico No nos quieren.

Pero si bien para mí la noticia más importante ha sido este episodio siniestro, la mayoría de los comentaristas se han inclinado por las mamarrachadas de la ministra Ana Mato. Son más resultonas y comprometen menos. Compromete mucho menos hablar de los viajes a Eurodisney de una mujer bien pagada, acostumbrada a vivir como vive sin saber de dónde sale el dinero de sus farras. Es mucho más resultón, de cara a la audiencia y a la opinión pública, que las torturas padecidas y las secuelas posiblemente irreversibles de María Atxabal, a quien nadie le paga bajo manga el lujo de su atención médica elemental. Hablar de la tortura y los malos tratos da miedo, es el gran tabú social, y no solo aquí. Los grandes medios, de no apoyarlos expresamente, lo evitan en lo que pueden. Es preferible negar su existencia, caiga quien caiga, contra toda evidencia, en apoyo siempre del más fuerte. Es preferible pensar que es adoctrinamiento etarra, manipulación, injuria gratuita y acallar con eso el poco de conciencia libre que nos vaya quedando. Dos países, insisto, o casi mejor, dos mundos, de cuya verdadera conciliación social dudo cada vez más.

En este país no se persigue con verdadera eficacia a quienes torturan (una vez más a juicio de los organismos internacionales) y la ministra que miente a la ciudadanía, que elude sus responsabilidades, que muestra su falta de decoro, ni dimite ni es cesada porque hacerlo equivaldría a que el Gobierno se viera obligado a reconocer que la corrupción es institucional y generalizada, que el país naufraga en el desastre social. Tienen que negar, negarlo todo, mantenerse firmes en unas patrañas venenosas que solo la mayoría parlamentaria hace artículo de fe.

Los mismos imputados, y ya son muchos, han sido puestos de manera reiterada como ejemplo de decencia y dedicación política. Y si las cosas se tuercen de manera irreversible, tanto los protagonistas de las trapisondas como sus encubridores políticos proclaman su fe ciega en la justicia, esto es, en su lentitud, en lo enrevesados que pueden resultar los procedimientos, y en la confianza en que, de la manera que sea, los casos de corrupción más clamorosos acaben en agua de cerrajas, la bebida nacional a este paso, cuyo precio real o cuyo costo es mucho mayor que el de yintonis que a pesar de estar a pedo de burra, el presidente de la Cámara dice no tienen por costumbre beber los diputados. Nada nos obliga a creerle porque son ellos los primeros que de la elemental buena fe ciudadana han hecho confetis para las fiestas de la Mato y de otros, de los suyos siempre; al común palo y pelota de goma. Aquí ya solo queda la credulidad, el sectarismo, la bandería y la falta de elemental decencia de una clase que no piensa más que en perpetuarse en el poder, con mayoría absoluta o sin ella, con descrédito social y político, o sin él, mejor con, porque eso significa que la ciudadanía se desentiende y les dejamos el campo libre, admitiendo nuestro papel forzoso de sometidos. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta que las ranas críen pelo? Algo menos, tiene que ser algo menos, de lo contrario, estamos perdidos. La tentación derrotista es demasiado acuciante como para no pensar que nos viene inducida, que el no hay nada que hacer ese sí que figura en el manual de instrucciones de una manera perversa de detentar el poder, es su salvaguarda, su garantía de permanencia.