Fuimos a escuchar a Ramón Andrés y aún seguimos tirando de algún hilo. El pensamiento funciona en red y conviene conectarse con alguna regularidad para no enroscarse en deliberaciones agotadoras y concéntricas y testar y encarrilar si es preciso los pequeños fogonazos cotidianos. Decía Andrés que una de las manifestaciones del individualismo en que ha devenido el discurso ilustrado es la importancia de lo autobiográfico.

Fenómenos como las redes sociales que permiten la comunicación y el seguimiento en tiempo real de cuantas banalidades caben en un día, son un ejemplo. Otro, lo que podríamos llamar neurosis por hiperpresencia del yo, una imperiosa necesidad de construir y lanzar al mundo relatos personales diferenciados, homogéneos y vendibles por comprables. La marca personal.

Agnes, una de las protagonistas de La inmortalidad de Kundera, piensa en una pequeña flor azul, un mecanismo que la separa de sí, del cepo de una autoconciencia exacerbada. En la novela, el autor despacha la pretensión de individualidad con una tesis lateral y poco complaciente: no son las personas quienes producen gestos tan inconfundibles como el propio ADN, sino que los gestos nos emplean como vehículos para señalar que aquí y allá y millones de veces la ira, la placidez o la indiferencia nos ocupan. Porque bajo el sol la mayoría es repetición, manada o moda levemente customizada.

Centrarse en la imagen de la pequeña flor azul es una opción. No estaría mal tampoco un corto viaje en el tiempo. De aquí a un par de siglos. Una hora, lo suficiente para ver un documental medianamente sensato y bienhumorado sobre esta enfermiza pulsión desagregadora que crece mientras la realidad dice que vamos en montones y alguien sabe muy bien dónde colocarnos y para qué.