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Saludos

No hace falta ningún máster para deducir que saludar tiene que ver con salud. Si saludamos, deseamos que la contraparte no se agarre un trancazo. Rebajando al mínimo la función del saludo, expresamos algo así como ya me he percatado de que sigues pululando por ahí. De la casi indiferencia al ardor hay donde elegir. Y lo hacemos, conscientes o no.

¿Qué tal? o ¿qué tal estás? (diferentes, pero no me da el espacio para matizar) dejan la puerta abierta a la libertad de quien responde y no prejuzgan su estado. ¿Estás bien? ya limita bastante más, de hecho, expresa una duda sobre el bienestar de la otra persona. Pronunciado con una inclinación de cabeza, entornando los ojos y modulando la entonación entre preocupada y paternalista, el efecto es demoledor.

Lo comentábamos Camino y yo el otro día. Cuando nos saludan así, nos sentimos descubiertas, “vaya, ya se ha enterado de lo mío, llevo la evidencia escrita en la cara”. Y el saludo rebaja el nivel del suelo que pisamos cinco, diez o más centímetros. Cuídate es la despedida que lo remata. ¿Por qué me dices que me cuide? ¿Tanto se nota que no lo hago? ¿Es por el pelo, por los andares, por todo junto? ¿Me ves mal? Es más, ¿qué contestarías si te pregunto cómo debo hacerlo?

Claro que hay modas y nos sumamos. Pero los saludos son como paraguas. Pueden cobijar momentáneamente mientras nos cruzamos bajo la lluvia o meterse en el ojo. A mí solo me sienta bien el cuídate o el ¿estás bien? de labios de quien sé que se implica aunque sea mínimamente, ese rato, en que así sea. Si no, imagino el pedestalillo en que se alza y la hemos fastidiado.

Salud.