Tras derribar hace un año el último toro de Osborne que quedaba en Navarra, el de Tudela, han tirado abajo el último de Álava, el de Ribabellosa. ¿Quién ha sido? Pues ya se sabe, quien así se arroga la representatividad decorativa de Euskal Herria, ahí es nada, para librar al sufrido paisanaje de “los símbolos españolistas”. También para hacer frente a la ola fascista y reaccionaria, racista e imperialista. Uno se mete a redimir al prójimo y no para de tumbar adjetivos.

¡Esos símbolos no tienen cabida en este pueblo!, sentencian, como si fueran los dueños atávicos, siendo tan jóvenes, del manido pueblo, de los dos pueblos, Tudela y Ribabellosa, el País Vasco y Navarra. Vamos, los putos amos del terruño, se considere éste uno, dueto o trino. Para qué discutir el asunto en un pleno municipal o foro parlamentario, si ellos se bastan para autodeterminarnos al respecto. Tampoco extraña que se vengan arriba, cuando muchos de sus propios adultos, políticos y mediáticos, aplauden o minimizan la hazaña totalitaria. Es más: acusan al resto de publicitarla. Según parece hace falta ser un histérico semiólogo para pensar que el ataque a un símbolo abre simbólicamente la veda contra lo simbolizado.

Asombra, con tanto péndulo, su confianza en la impunidad, y no sólo la legal. Y es que ni se imaginan la opción de que surjan salvapatrias contrarios con el impulso redentor de librarnos, un suponer, de los símbolos vasquistas. A ver qué pasa si a otros iconoclastas les da por destrozar lauburus, eguzkilores, mapas bonapartianos y maridomingis. Entonces volverá el cuento de la convivencia: tierra quemada y empate a cero. Un paraíso, ya te digo.