La fabulilla contaba que había un túnel del que salía la gente con la cara tiznada, tosiendo y con síntomas de asfixia. Conmovidas por el dolor ajeno, unas cuantas buenas personas se acercaron a socorrer a las que salían. Como además de buenas eran sensatas, se organizaron y dedicaron al asunto tiempo, esfuerzo, dinero y creatividad, lo hacían lo mejor que sabían. Lejos de solucionar el problema, no daban abasto y ante su incredulidad el túnel vomitaba cada vez más tiznados. Hasta que alguien, no se sabe si de la organización o si iba por libre, decidió investigar más allá de la boca del túnel y comprobó: a) que el túnel era el paso obligado para mucha gente y b) que en su interior funcionaba una compleja maquinaria dispuesta para tiznar. Vaya, que por más que fuera necesario e imprescindible atender a los tiznados, si no se actuaba sobre el túnel en sí las cosas seguirían por el estilo. Hace muchos años, Elena explicaba así el mal estructural. Un mal que no se soluciona ni siquiera atendiendo a todas y cada una de sus víctimas, porque esto es sencillamente imposible. A la atención a las víctimas había que sumar la prevención, la educación y la denuncia de cuantas acciones, rutinas, instituciones, consensos, creencias y tradiciones sostenían el túnel y engrasaban su maquinaria.
La violencia contra las mujeres sigue este esquema. Los casos dolorosos e individuales se producen porque el sustrato social los posibilita mediante un mecanismo que se replica: a partir de la diferencia biológica se asignan a unos y otras diferentes tareas, sentimientos, comportamientos y roles antagónicos o complementarios, pero sobre todo jerarquizados. De por sí, eso ya es violencia que levanta y equipa un túnel como el de la fábula.