Rato, otro de los protagonistas de esta gigantesca cueva de Alí-Babá, farsante y falsario de altos vuelos, dice que no hubo intención de engañar ni posibilidad de hacerlo, cuando se hace público que los peritos judiciales que se ocupan del saqueo de Bankia sostienen que su precio de salida a Bolsa fue un fraude sin paliativos y que su manejo de las tarjetas negras estaba dominado por la ocultación, es decir por el dolo. Desvergüenza y prepotencia, la de quien piensa que no será castigado y que la gente, pobre gente, nosotros, los palomos, olvidamos.

Un fraude será, pero sin mala intención, con tal ánimo de servicio a la sociedad, y a España -¡Iaspaña!, de nuevo... ¡Ia!-, que les permitió a la cuadrilla de los bienintencionados enriquecerse, a ellos y a sus amigos y conocidos, mientras que ese mismo pelotazo se llevó por delante los ahorros de mucha gente, más modesta, cuya intención es siempre mala, mala: ir tirando, qué osadía, intentar no perder la vivienda. La buena, la sana intención de llenarse los bolsillos, esa es la que inspira a la casta dirigente la de los buenos españoles.

Se entiende mal que Rato no esté en la cárcel, pero se entiende mucho peor que solo sean ellos los cristianos echados a los leones porque si esta gente se sostiene es porque cuentan con apoyos políticos, sociales y mediáticos. Ni rato ni Blesa ni los demás de esta cueva de Alí-Babá están solos. No nos engañemos. No son solo nuevos ricos, como dice con desdén Gomá, un rico que para su clase habla. Eso es rebajar el problema. Algunos de estos corruptos puede que lo sean, pero otros, poderosos, han mamado el abuso y el propósito de enriquecerse con la cosa pública como un derecho indeclinable, exclusivo, algo genético. Llevan generaciones en el negocio de la cosa pública, si no directamente sí como miembros de la tela de araña que forma la clase dirigente, con un régimen, con otro, con el que venga. Los más osados y ambiciosos acaban como delincuentes internacionales, de verdad peligrosos, a quienes ampara toda una clase social, la suya, que solo murmura, algo, un poco, si los cogen y por lo bajo. Mientras no los atrapan, no pasa nada, nadie rechista. Sin esa amplia complicidad de clase social y estamental la corrupción no sería posible. Sus medios de comunicación les son benévolos, esperan el “hablarán los tribunales”, que más que divisa de prudentes se ha convertido en un antifaz de malhechores, y que solo funciona en un solo sentido, en el que les beneficia. Los tertulianos de la derecha y sus primos hermanos, los intelectuales de cámara, callan y muerden de manera obsesiva a Podemos, al enemigo que temen (ayer era la ETA), pero tapan como pueden la mugre de la que son actores, cómplices y beneficiarios.

Y por si la fenomenal estafa que con el concurso del Gobierno del Partido Popular supone Bankia y su rescate para el conjunto de la ciudadanía no bastara, el ruido ambiente que producen las incontables máquinas tragaperras de este casino non stop no permite oír con claridad las voces de los aguafiestas que advierten de otro saqueo sin mala intención ni intención alguna de engaño: en el año 2011 la “hucha” de las pensiones era de casi 67.000 millones de euros. Después de varios des- falcos de ingeniería financiera, este año, tras la paga de Navidad, se va a quedar en algo más de 42.000 millones. ¿Y luego qué? Luego ni se sabe, pero ¡Chinguelbel, chinguelbel! Hay gente que no puede pagar la energía eléctrica, hay usureros que se apropian de viviendas de primera necesidad, hay gente que no puede defenderse del frío o pagarse una verdadera atención médica acorde con la gravedad de sus males, o su defensa en juicio, o... ¿A cuantas toneladas ha ascendido el banco de alimentos? Hay gente, más de la que se dice, que se quita la vida... Los desahucios son imparables y el paro real un drama que rebosa las estadísticas. Demagogia y chinguelbel de nuevo.

¿Y la Constitución? Un texto hecho tótem de la tribu de Caín en la que todos somos Abel, encabezado por el rotundo escudo franquis-ta, que cada día es más papel mojado, papel quemado, papel higiénico, y un motivo de melancólica incredulidad. Nadie da verdadera razón de cómo hemos llegado, sin mala intención, a esto.