El 3 de mayo de 1978 nació una costumbre del mundo digital que permitió entender cómo el mundo estaba cambiando irremediablemente. Todavía no se habían inventado los protocolos que soportan actualmente el correo electrónico, las páginas web, las redes sociales o las conferencias, y de hecho tampoco existía internet tal y como es ahora. Un tal Gary Thuerk, comercial en una empresa que hacía ordenadores, mandó un mensaje a unas 600 personas de su red (una red, por cierto, de origen militar) para comentar que habían sacado el nuevo chisme con nuevo sistema operativo. Y lo hizo así a lo loco, inopinadamente, poniendo a todos los que tenía a mano en su libreta de direcciones (que entonces tampoco eran del todo libretas de direcciones). Cuentan que ya el primer mensaje de publicidad no solicitada generó alguna protesta, pero ahí quedó. Ahora casi dos terceras partes del tráfico de datos por todo el mundo corresponde a publicidad encubierta, no solicitada o a mecanismos variados de eso que llamamos spam, y estamos tan habituados a que nos lleguen mensajes, nos llenen el buzón, nos llamen por teléfono o en general toda la programación televisiva, que casi lo complicado es encontrar el trocito de información interesante y no interesada. Si es que queda.
El spam electoral va a ser parte del menú: si fuera lícita y conveniente información, ¿cómo calificamos a lo que nos ha venido inundando antes? Llevamos años escuchando arengas, ni digamos ya el absurdo del último mes. Spam era una marca de carne enlatada popular durante la II Guerra Mundial, que se convirtió también en una parodia del consumismo obsesivo por los geniales Monty Python. Así que el nombre, aunque sea un barbarismo, le va que ni pintado a lo que nos viene encima. No le llamen campaña, llámenle spam. Espamísimo, vaya.