Imagínense en la profundidad de la noche. A esa hora en que las angustias campan a sus anchas, sin frontera alguna. Solo la que impone el amanecer. A esas horas uno puede cometer el error de hacerse una visita a sí mismo. Sobre todo si contemplas en directo que la vida es un proceso en demolición. Llevo diez días cuidando a mi madre en el Hospital de Navarra. Y eso es como un viaje al fondo de la noche. Una visita despiadada al lado oscuro del dolor, la enfermedad; al pensamiento sombrío, como la helada tristeza de una lagrima congelada. Para combatir el miedo de esas noches, recorrí el kilómetro cuadrado del Complejo Hospitalario de Navarra, como le llaman ahora. Y comprobé que por los pasillos de los pabellones D, E, y H, las certidumbres se desvanecen y la existencia toca suelo. Por esa geografía de la enfermedad, la vida y la muerte se saludan sin rubor. Varias veces vi a Caronte cansado de transitar de un pabellón a otro con su barca. Por contra, cerca de allí pude ver como la vida se inauguraba cada día. Como una celebración extenuante. Incluso en alguna habitación escuché el vértigo alegre de una curación. En mis viajes nocturnos por los pasillos me crucé con cientos de profesionales uniformados de todos los colores. Iban y venían tratando de sostener tanto cuerpo enfermo, tanta vida interrumpida. Me di cuenta que ellos componían una sinfonía que cada día baila con las angustias de una sociedad muy enferma. A su lado me sentía insignificante. En deuda. Como si no pudiera competir con sus oráculos infalibles. Ellos y ellas me guiaron durante esas noches de silogismo en duermevela. Y cuando en pleno hastío me deslizaba hacia las raíces del vacío, sus manos y sus miradas me bastaron -también a mi madre- para apaciguar tanto desasosiego. Eskerrik asko a todos ellos y ellas.
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