Hasta el diablo lloró lagrimas de sangre cuando contempló al pequeño Aylan varado en una playa. Y usted sintió cómo se le abría un costurón en el alma. Pero hubo un poderoso movimiento mediático mundial para que así ocurriera. Miles de Aylanes mueren a diario en la más absoluta indiferencia. La diferencia es que Aylan era de los nuestros. Los otros Aylanes no conmueven. Forman parte del paisaje y paisanaje devastado por la realidad selectiva. Esa que dependiendo del cómo, quién y cuándo, nos activa las emociones hasta el desgarro o nos hunde en la bastarda indolencia.
Muchos días, cuando despierto, siento mi cabeza en barbecho. Como un boquete de nebulosas en suspensión. No sé cómo empezar el día, ni cómo leer los crujidos de la realidad. Siento que pasan cosas. Pero que nada nuevo está a punto de ocurrir. Porque los hechos, por crueles que sean, se desplazan sin dejar rastro. Como si la realidad se hubiera despedido y nos hubiera dejado a solas con la especulación. Sé que no les digo nada nuevo. Pero eso es lo grave. Que nos hayamos creído que es de noche cuando en realidad alguien ha bajado las persianas.
Hay un par de cabezas pensantes por ahí, Quentin Meillassoux y Mauricio Ferraris, retorciendo el pensamiento, estrujándolo hasta la extenuación. Quieren poner a la realidad en su sitio y mandar a la mierda tanta interpretación. Desterrar las pruebas falsas que adulteran la bastarda realidad y darle valor a los hechos en sí. Cinco millones de parados suman toneladas de realidad. Pero para la economía depredadora son solo una línea de fuga interpretativa. Estoy a la espera de que esas toneladas revienten el dique de contención de las oficinas del paro. Y celebrar la realidad.