No está muy lejano el día en el que será considerado de excéntricos entrar al supermercado y comprarse unas galletas de las de toda la vida, con su gluten, su lactosa, su azúcar, sin fibra ni salvado de trigo -ni los dichosos granos de ocho cereales o trecemil, que al día siguiente cagas y más que un ser humano pareces una gallina-, sin cobertura de chocolate ni de kiwi ni de naranja, con su fructosa y su sorbitol y su todo. Unas galletas, sin más, de las que se quedan pegadas a los empastes y te puedes comer 40 de una sentada sin entrar en la bancarrota, bien untadas en mantequilla, de la normal, con su grasaza, sin ácidos oleicos y sí bien de colesterol, para luego rematarlo con un yogur, un triste yogur natural, con lactosa, con nata, sin nada que haga que vayas al baño como un oficinista suizo -total, pa cagar granos de cereal...-, un simple yogur, por favor, estaba buscando un yogur, llevo tres cuartos de hora mirando este estante de 10 metros y ¡no veo un puto yogur para personas humanas normales, no quiero tampoco jodidas galletas con forma de dinosaurio con harina de maíz de doble fermentación ni leche de soja o de arroz de avena o de avellana, dónde está la leche entera y verdadera que siempre estaba aquí, quiero mi leche, métase el paquete de pasta integral por el culo, coño! Bien, ya me he desahogado. Es que ayer pasé casi media mañana buscando lo que no hace ni cinco años me costaba 5 minutos encontrar, en mitad de un supermercado tipo, en el que, eso sí, es todo muy sano pero tienen la música puesta a volumen de rave de tres días en Alzira, digo yo que para que te entre el perrenque y arramples con lo que sea con tal de irte de ahí, a ser posible sano, que te meten unas hostias en la cuenta que ahora sí que te vendría bien ser suizo para poder pagarlo. En nada la comida habitual la pasan a los delicatessen y la ponen a precio de oro.