Trabajé en la cadena de la Copeleche trece años. A turnos y ritmos inhumanos. Fueron años de huelgas y luchas obreras. En Potasas, la Super, Imenasa y Pamplonica miles de obreros y obreras creyeron a pies juntillas en la igualdad. Como un mantra incuestionable. Aquello me hizo ver de dónde venía. Y me sentía orgulloso de pertenecer a aquella clase que un día quiso cambiar las leyes del mundo.
Me pregunto qué ha pasado para que nadie hable ya de lucha de clases, que nadie quiera sentirse arte y parte de esa clase que un día fue la sal de la tierra. Una clase que ha sido barrida de los discursos, de la política, los periódicos, de los relatos y de la vida. Como si lo mejor fuera escapar de ella porque la izquierda blanda y amable nos facilita la huida con más honestidad que la derecha. Como si la única igualdad a conquistar fuera la de oportunidades. La otra la damos por perdida. Porque alguien se ha empeñado en pregonar con fuerza que la clase obrera no existe y todos somos clase media. Verán, casi diez millones de españoles, entre los que se sienten y no se sienten, sobreviven a duras penas entre subsidios, caridades, y restos de economía sumergida. Son la clase precarizada que sufre la lucha de clases entre iguales, la que se pelea entre sí por esos puestos de mierda de cajeras, reponedoras de supermercado, tele operadores, cuidadoras, camareros de fin de semana o vendedores de la nada. A esa clase no hay sindicato que la defienda. Porque está invisibilizada, individualizada y también demonizada en las versiones choni, poligonera, o pokero de Callejeros.
En estas estaba cuando recibí una llamada de Margaret Thatcher para decirme que: “no es la existencia de clases lo que amenaza la unidad de la nación, sino la existencia del sentimiento de clase”.