El otro día una señora entró en Ortega, en la calle Mayor, y pidió un traje de pastorcillo. Siempre he tenido curiosidad por saber cómo se extendió la costumbre de vestir a niñas y niños de caseros en las fiestas de Navidad de algunos colegios que no destacan, precisamente, por su euskalfilia, teniendo en cuenta que este atuendo ha sido una de las maneras de reivindicar la cultura vasca. Curioso. Sin embargo, si nos fijamos en el atuendo en sí, veremos que en estos centros priman entre las niñas los trajes de casera de fondo negro con motas blancas, frente a la variedad de estampados y colores que inundan hoy en día el mercado. Está ahí, pero como fosilizado. Y lo bueno del folklore, precisamente, es que no para nunca, o no debería parar. No hay que tener miedo a explorar nuevos caminos, a cambiar las cosas. Olentzero, por ejemplo, no tiene por qué ser siempre un carbonero. De hecho esta imagen es relativamente moderna. Parece que se extendió a partir del concurso que empezaron a hacer en Lesaka a principios del siglo XX y en cuyas bases se estipulaba este atuendo, pero antes de eso Olen-tzero ha sido representación de una época, un personaje relacionado con el solsticio, con el fuego, con el tronco de Navidad o un muñeco que en cada casa representaba un personaje distinto. Es el Orantzaro de Leitza, por ejemplo, una tradición que se ha mantenido viva y que hoy en día está tomando otra vez fuerza. Si hoy nos damos una vuelta por allí veremos en los balcones pescadores, danzaris, ancianas, discotequeros y todo tipo de personajes masculinos y femeninos. Las tradiciones que se estancan se corrompen, como el agua. Eguberri on!