Un año intentando ser padres. Primero con la alegría espontánea y el espíritu ligero de quien se pone manos a una obra apetecible. Después con el calendario en la cabeza y la disposición milimetrada. Pero antes de que el control se transformara en magia, Joan desapareció de las sábanas y de la vida. De la de Núria y de la suya propia. Ambos sabían que la muerte podía plantarse a mitad de ese camino de altibajos que es la búsqueda del milagro. Joan había dejado una muestra de bichos microscópicos e hiperactivos que atesoran información valiosa como terciopelo de mercader medieval. Espermatozoides listos para hacer apología de su cabello oscuro, ojos negros, nariz insultante y complexión fuerte. Afición a los coches antiguos, Sonic Youth y la Velvet. Tortillas de patata jugosas, amor a las fresas y al Ribera del Duero. Carácter amable, tozudo y a ratos inseguro. Núria congeló el tubo como si le fuera una vida en ello, porque le iba. Pasaron seis meses y parte del duelo. Y Núria se puso en marcha de nuevo, reencontró el camino hacia su hijo, ahora sólo suyo. Una inseminación, dos, tres? Cuando quiso volver a intentarlo la clínica cerró sus puertas de cristal con detector de presencia. Y de ausencia. Había transcurrido un año desde el primer tratamiento y le pedían una orden judicial para continuar. La ley española no permite superar ese plazo para una inseminación cuando el padre ha muerto. Pero la catalana sí. Y aunque Joan, cuando vio que se le acababa la vida, dejó firmado que le gustaría que Núria siguiera con su proyecto, el de los dos, la Fiscalía de Barcelona se aferra a que no sabe qué decidiría hoy Joan si estuviera vivo. Como argumento, ¿no es un poco extrajudicial?
- Multimedia
- Servicios
- Participación
