Las lavanderías rezuman pompas de jabón y secretos. Allí donde ocurren encuentros entre desconocidos siempre se generan historias. Las lavanderías pueden ser lugares poéticos. Entras con tus trapos sucios y sales bendecida por el olor del detergente y una pureza en el alma que sólo conociste cuando creías que con una goma borrarías lo que no te gustara del mundo. Llegas, metes tu colada y arranca el ciclo. Mientras todo eso tan íntimo que ha tocado tu piel gira y olvida su identidad en la lavadora, comienzan a rodar al otro lado del espejo pensamientos y conversaciones entre solitarios. Porque a la lavandería uno siempre va solo.

-Una vez llegué a un cajero por la noche y había un hombre tumbado sobre unos cartones.

-¿Entraste?

-Sí. Pensé en llamar a la puerta por respeto, porque tuve la sensación de invadir un poco su casa.

-Allanamiento de morada.

Asentí.

-Cuando estaba esperando a que salieran los billetes el hombre se incorporó. Rápido. Como si tuviera un muelle debajo.

-¿Te fuiste?

-No, me faltaba el dinero y la tarjeta. Me quedé mirándole. A un palmo de distancia.

-¿Y qué hizo?

-Me habló. “¿Cómo se te ha ocurrido entrar? -¿No has pensado que tengo ahí un palo, y que podría usarlo contra ti?”. La verdad es que no... “Piénsalo, hoy has tenido suerte”.

Infinita. De pronto creo que el hombre que me escucha, arrugado como su ropa, podría ser él. Penetrante y sabio, me mira como a una hija pequeña cuando me levanto a sacar la colada. De la puerta de otra lavadora asoma entonces la cabeza de un conserje de la Audiencia Nacional.

-Si alguno de ustedes se cruza con Mariano, recuérdenle que aquí le esperamos el 26 de julio. Ya toca ir centrifugando.

-Descuide, él se lo dirá. Sabe cómo hacerlo.