Cinco botellas de vidrio he desenterrado este amanecer. Asomaban entre tortugas dormidas en la playa de mi isla. Las he recogido como a bebés, he sacado los folios que llevaban en su vientre y las he limpiado (las luciérnagas las adoptan como hogar y así tengo las mejores lámparas de noche). Cómo está el profesorado de desquiciado? Pobres. Poco más que redactar sus quejas y lanzarlas al mar pueden hacer, además de intercambiarlas con otros congéneres y dilucidar entre brumas de lúpulo qué plan B les permitiría ganarse la vida. No es sencillo. Ni encontrar salidas alimenticias a algo vocacional ni lidiar con esas criaturas de otro mundo que se acercan a las aulas exclusivamente para enfrentarse al profesor. Me refiero a los padres. ¿Qué tipo de persona le pide a un maestro que trata de capitanear una nave repleta de niños que haga pause, los deje en alta mar, y cruce la calle para comprarle a su hijo un bocata en el bar de enfrente porque se lo ha dejado en casa? ¡Por dios! ¿Qué madre amenaza con sacar a su niña del centro si no le dan el papel principal en la función navideña (papel que la hija, en su infinitamente más madura comprensión de sus limitaciones, ya entiende que no puede hacer)? “Alguien ha dicho palabrotas a mi hijo. ¿Un profesor? No. ¿Algún compañero? No. ¿Ocurrió en clase? No. ¿En las instalaciones del centro? No. Así que? ¿Me está usted diciendo que su hijo escuchó decir tacos a alguien sin relación con este colegio fuera del colegio? ¡Sí! ¡Y quiero saber qué van a hacer al respecto!”. ¡Grande! Ese padre y las exigencias sin sentido a las que se enfrenta el profesorado. Son ejemplos reales. Británicos pero, intuyo, extrapolables. ¡Ánimo, sois mis héroes!