No sé si recordarán cuando hace 12 años el PP, luchando contra el matrimonio igualitario, llevó al Senado a un psiquiatra que calificaba la conducta homosexual de patológica. Los gais eran hijos de padres hostiles y alcohólicos y madres sobreprotectoras, afirmaba, por lo que había que realizar sobre ellos terapias para corregirlo. Fue tan chusco lo del doctor Polaino que hasta el PP tuvo que desmarcarse del experto. Luego se conocieron damnificados de las curas de este y otros médicos indecentes, gente a la que les hundieron en un pozo por culpa de los prejuicios religiosos de sus supuestos sanadores. En este país, parece, estas cosas quedan reducidas a ámbitos de sectas fundamentalistas y algunas plantas de ciertos hospitales, pero poco más. Sin embargo, el mundo entero está viendo esto de las “terapias de reasignación” como una peligrosa moda que ni funciona ni está basada en la ciencia, pero que se alimenta de la ignorancia y el odio a la diversidad sexual. Precisamente el tipo de odio que fomentan los del autobús ese transfóbico. Ahora un juez en Brasil dictamina que estos engaños en forma de pseudoterapias psicológicas son legales, aunque lo cierto es que los colegios profesionales los habían prohibido. Y se vuelve a hablar de la mal llamada cura gay, con protección judicial donde no hay ningún respaldo científico; con apoyo del integrismo cristiano donde no hay sino homofobia y mentiras. En países como EEUU este tema ha despertado la preocupación no solamente de colectivos LGTB+ sino también de la propia ciencia, que se ve a menudo puesta como excusa para prejuicios ideológicos. Si algo sabe la ciencia es que cualquier esfuerzo por cambiar la orientación sexual es en vano, y solamente puede generar problemas a quien lo sufre. Y promoverlo debería ser delito. Aquí y en Brasil.
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