Gente sabia
otra vez, un trayecto en villavesa me regala un acerico, un imán, un núcleo donde sujetar pensamientos, sensaciones, certezas.
Bueno, ¿y qué tal estás?, pregunta una de ellas y la otra contesta que triste. No hay languidez en su voz, ni asomo de ese tono lastimero que erige a quien lo usa en figura trágica e incontestable en su dolor, es la afirmación tranquila de alguien que no tiene mayor pudor para reconocerlo. A la respuesta no le sigue la batería de preguntas que también el pudor o la torpeza podrían dictar a quien la escucha, esas que echan rápidamente arena para tapar lo que acaban de oír y derivar la charla hacia otros parajes más llanos, tampoco consejos ni una lista de experiencias parecidas que convertirían en vulgar y adocenada la tristeza. Deduzco que a la receptora del mensaje no le son desconocidas pero no alude a ellas, son su clave para comprender, hoy no son el tema. Se toman su tiempo para hablar. Dan espacio, exquisitas, como si cada una reconociera palmo a palmo el terreno propio y el ajeno recién modificado por cada intercambio de palabras. Me gustan estas dos. No se atolondran, no se acribillan, seguramente se miran pero eso es cosa suya y ahí no entro.
Acerico, pese a que suena a acero y sirve para clavar alfileres, lo que sugiere la relación mutua entre ambas palabras, no comparte raíz con el duro metal. Acerico viene de hazero, que significa almohada. Todo lo contrario, algo blando y mullido.
Todo esto pensaba en la 18. Se podía descansar en la apacible conversación de las dos viajeras. Allí quedéme y olvidéme unas cuantas paradas dejando mi cuidado, como el clásico, mecido en su conversación.
La gente sufrimos bastante. A veces nos acompañamos bien. Qué majas. Qué sabias.