los muertos era el título de un relato de Joyce. Cuenta una historia de hace cien años, en Dublín. La constante presencia de los muertos en el recuerdo de los vivos, ése era el tema de fondo. John Huston hizo una película magistral basada en ese relato: una joya tristísima. La última que dirigió. Y lo hizo desde la silla de ruedas y con mascarilla de oxígeno. Él mismo murió poco después. En la última escena se vislumbra el fantasma del joven Michael Furey y después se ve caer la nieve de madrugada sobre un cementerio cubriendo las tumbas. La nieve suele ser metáfora del olvido. Y a su vez, el olvido es metáfora del paso del tiempo. Yo he visto muchas veces nevar sobre las tumbas porque vivo justo enfrente de un cementerio. Desde la mesa en la que escribo, si me pongo las gafas y aguzo la vista, puedo incluso leer los nombres grabados en las lápidas. No es una visión lúgubre. Mucha gente piensa que no podría soportar la proximidad de un cementerio. A mí, sin embargo, me hace bien. Me alivia de las tensiones del trato humano. Alguna vez me han dicho que cuando intente vender la casa lo tendré difícil. Pero no me preocupa. Siempre he vivido en sitios raros: frente a un matadero, frente a una cárcel, frente a un manicomio, frente a un asilo. Algo me dice que he llegado a mi residencia definitiva. Creo que fue Marco Aurelio, el emperador estoico, quien dijo que, al fin y al cabo, la muerte es sólo eso, otro cambio de residencia. Hoy es un día muy animado. Mis hijas dicen que para nosotros el día 1 de noviembre es como si fuera la fiesta del barrio. La gente viene con sus hermosos ramos de flores y nosotros abrimos las ventanas y ponemos el Réquiem de Brahms a todo volumen. Pero los muertos ya no están tan presentes como antes. Y como vecinos, son discretos, eso sí. En una época en la que todo el mundo desconfía de sus vecinos, los muertos resultan de absoluta confianza.