no sólo los cocineros homenajeados por el tuit de Rufián, también los camareros y chóferes que cumplieron jornada laboral en la boda de Ana Aznar encarnan, hoy por hoy, la personificación de la felicidad. Normal, son 16 años más viejos, no tienen el garbo de entonces, pero han sobrevivido a una plaga apocalíptica. La que está atacando inmisericorde a los invitados, uno por uno. Llévalo al thriller científico y tienes serie en Netflix. El que en aquel banquete se tomó su cóctel de gambas entre Ribera y Ribera del Duero está catando ahora los menús de Instituciones Penitenciarias. Que no digo yo que sean peores ni nutricionalmente más pobres porque no lo sé, pero menos variados, igual sí. El último infectado por el virus ha sido Zaplana. Este mismo miércoles de su detención me encontré con un entretenido artículo en el New York Times, Manual para delincuentes “de cuello blanco”. Casualidades cósmicas. Por lo que relata su autor, la expresión la acuñó en 1939 un criminólogo, Edwin Sutherland. En aquella sociedad norteamericana sumida en la Gran Depresión tras el Crack del 29 se creía que sólo robaban los pobres. Los sociólogos cuyos análisis se tomaban en cuenta aseguraban que la delincuencia era el jugo de una coctelera en la que se agitaban trastornos mentales, barrios bajos y familias marginales. Y esta convicción generalizada se mantuvo hasta que el multimillonario Commodore Cornelius Vanderbilt lanzó a las masas una pregunta que destilaba cinismo. Este hombre, que al parecer compensaba educación escasa con sobrada listeza, amasó una fortuna tras conectar Nueva York y Chicago en tren. Billetes baratos y buen servicio. ¿Qué preguntó? “No supondrán que es posible gestionar una compañía de ferrocarril acatando la ley, ¿o sí?”. ¿Y un país?
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