Entro en Google para buscar algo -busco millones de cosas y luego la mayoría se me olvidan- y veo que el doodle, el logotipo que cambia para recordar aniversarios, fiestas o personalidades, celebra la llegada del otoño sustituyendo las dos oes por dos hojas doradas de ginkgo.

Hay unos cuantos ginkgos por ahí, pero mis ginkgos allegados son los de la Taconera. Falta mucho aún para que los ginkgos de la Taconera se pongan amarillos. Lo sé porque me gustan y controlo. Siempre que puedo doy un rodeo para verlos y me siento en uno de los bancos del paseo. Escribí un poema sobre ellos. Los ginkgos convivieron con los dinosaurios y fueron los primeros árboles que retoñaron en Hiroshima después de la bomba atómica. Informaciones como estas singularizan a un árbol, una se sienta a su lado como en presencia de alguien que ha visto mucho, ha resistido mucho y no ha perdido atractivo. Sin embargo, no lo definiría como un árbol potente, no es exactamente fuerza lo que transmite, es más bien una especie de gracia adaptativa. Cuando pienso en gentes a quienes les toca ver y resistir mucho, en gentes anónimas y en gentes concretas, con su nombre y puede que hasta con su diminutivo, me gusta pensar en la belleza de las hojas del gingko, hechas para volar lentamente en el silencio del otoño o levantarse del suelo en un remolino. Yo no abrazo árboles, no se vayan a pensar lo que no es. Sus hojas son preciosas. Es un pequeño ejercicio de contemplación. Sus frutos, que parecen ciruelas pequeñas, caen a suelo y con la lluvia se pudren. El olor es bastante desagradable. Un pequeño ejercicio de aceptación. El otoño siempre me ha parecido la estación más densa.