El otro día ofrecieron en Pamplona un espectáculo sobre Lorca y el escritor vasco Lauaxeta, los dos fusilados en la Guerra Civil. En un momento de la representación una señora del público se levantó y contó que ella había sido testigo del bombardeo de Gernika y recordó también que su madre le decía que el de Durango fue más duro y más intenso, pero que ese no tenía cuadro. Jon Maia bajó del escenario y se fundió con ella en un abrazo. Esta señora se llama Paquita Bretos Andueza, nacida en Pasajes, hija de una maestra pamplonesa republicana, encarcelada en la guerra, y de un combatiente comunista fusilado por los franquistas. Una mujer que desde niña conoció el miedo, las bombas, la necesidad y el que su propia familia les diese la espalda a su madre y a ella por rojas (su abuela carlista las echó de su casa a los ocho de días de volver a Pamplona, después de salir de la cárcel). Una trabajadora incansable que se ganó la vida con el contrabando y pasando gente de un lado a otro de la frontera. Una enamorada de la naturaleza que con su marido, el conocido Ángel Olorón, fueron unos de los mayores impulsores del montañismo en Navarra.

La semana pasada tuve la oportunidad de conocer a esta gran mujer de 91 años, que sigue yendo al monte todos los domingos. Y me he acordado de ella al oír la historia de Philo, esta mujer africana que acaba de dar a luz a su segundo hijo y a la que el Ayuntamiento de Pamplona ha ofrecido una vivienda compartida porque se iba a quedar en la calle, con dos niños y lejos de su pareja, deportado a África desde Alemania.

Y me he alegrado de tener el Ayuntamiento que tenemos. Me he alegrado mucho, por Philo y también por Paquita. Por todas las Philos y por todas las Paquitas.