Hago muchas veces ese camino y aunque lo elijo porque me rodea de verde durante un rato y me quita de coches y ladrillo, no hace ni una semana que me he dado cuenta de que estaban ahí esperando que los mirara. En realidad, llevan años sin esperar nada. Pertenecen a un grupo de árboles diversos, castaños, almeces y fresnos que mantienen entre ellos distancias similares y es fácil que fueran plantados a la vez. Y ellos dos, mientras los demás han crecido derechos y paralelos como estaba previsto, han adquirido una inclinación idéntica y notable, yo diría que se separan casi veinte grados de la vertical. Parece que les impacienta tanta quietud y han decidido avanzar. Esto no es sino una literaria o infantil personificación. ¿Para qué va a querer avanzar un árbol? Como explicación tampoco es admisible decir que son más sensibles, así que puede que quien los plantó cavara menos profundo y los dos plantones tuvieron menos sujeción que el resto. Aun así, ha sido la suficiente para resistir, crecer igual que sus compañeros y, además, señalar la dirección del viento dominante. Dan más información que los otros. No es cuestión de aburrirles a metáforas, pero se me ocurren unas cuantas. Pero es otoño y basta con mirar.
Por eso, como no acababa de entender cómo los había pasado por alto, he estado algo más atenta estos días al entono y he descubierto un hermoso efecto visual. Para disfrutarlo hace falta un tilo que amarillee y una farola encendida. No es una combinación extraña, hay tilos en muchas calles y anochece todos los días. Conseguido lo anterior, hay que situarse debajo del tilo y disfrutar de la excepción lumínica que se crea, de su atmósfera, y luego, yendo al detalle, observar la cualidad translúcida, casi de pergamino, que adquieren las hojas.