Reyes del cachopo
el país temblaba con el crimen del Rey del Cachopo, detenido el viernes pasado... O algo así, aunque sea difícil que este país tiemble ya por algo con lo que de verdad se juegue el cuello. Motivos no faltan, pero de ahí a la indignación incendiaria, a la rebeldía, a la subversión hay un trecho. No conviene jugarse las gallinejas.
El viernes, a la hora del noticiero, los comensales arracimados bajo la pantalla dejaban de atender a sus platos de codillo o miraban con aprensión estos porque el canibalismo empieza a ser enormidad común en las series policiacas: al público ya es difícil asombrarle y estamos a un paso de dejar las gallinejas a un lado y comernos los unos a los otros con entusiasmo.
Por su parte, en los corros de jubilados del barrio “no se hablaba de otra cosa”, hubiese dicho de manera bobalicona Anson, que de reyes sabe un rato. Se veía que los viejillos dicharacheros disfrutaban con los detalles de la cacería, por la forma alborozada con que comentaban las hazañas del Rey del Cachopo, sus éxitos, sus trampas, sin olvidar el platazo que todos juraban comer a más y mejor... ¡y estaban vivos!
“Habrá más...”, oí que decía uno refiriéndose a la maleta con el cadáver descuartizado de la mujer y con la esperanza indisimulada de que el folletón del crimen continuara. Y los demás asentían. No todos los días atrapan a un rey como ese con las manos chorreando sangre, como en matadero de pueblón o en desolladero de España negra. El público no pide más madera, sino más maletas, más incendios, más chacinería, más truculencia criminal, con o sin final de triunfo legal.
Al lado del Rey del Cachopo, Villarejo, robándole al Bárcenas pruebas de los graves delitos cometidos detrás y debajo de la fachada del PP, es un niño de coro. Además, a esas cuestiones que ponen en solfa el sistema político español, se hace oídos sordos por varios motivos: es compañero, coño, total p’a qué te vas a amagar el día, todos son iguales, vete a saber lo que habrá de cierto, esa gente, ya sabemos... etcétera.
El caso es que los reyes del cachopo o de la mugre han proliferado los últimos años, con uniforme o sin él, con acta de diputado o sin ella, con o sin monterías de por medio, vinos, puros, putas, putos, marbellismos y golfismos, pagando y cobrando, perpetrando indecencias, pasando por lo que no son, estafando, engañando, robándose entre ellos y quién sabe si algo peor, escribiendo el folletín del siglo, ese que por entregas vamos leyendo sin que haya peligro alguno de agotamiento, por mucho que se repitan los lances y en el fondo sean muy parecidos los personajes y sus fechorías.
El director de Navantia, el rey del submarino S-80, 4.000 millones de agujero, no era ingeniero, titulación de la que blasonaba, pero sí de la famiglia. Ná, no es más que uno entre muchos. Extraña forma de vida la nuestra, extraña de verdad, como si nos hubiésemos acostumbrado a ella y ya solo nos sirviera para el comentario entre bocao y bocao tabernario.
Reyes, reyes, reyes... No cabe duda de que España es un país monárquico: reyes del cachopo, de las preferentes, de las hipotecas, de los desahucios, de la cainina, del mambo, de la patraña, de las comisiones, de la majeza, del perjurio, del bajo manga, de la prevaricación, del descabello y la puntilla, de la vida hecha timba, del aquí te pillo y aquí te mato, de las sacristías y las fosas, del orden de abajo a arriba, de los manteles a cuyo amparo se pergeña el saqueo, de la falsedad documental, de las rojigualdas que ocultan el fraude a gran y a pequeña escala, del sacar los dineros fuera del territorio nacional -”¡Iaespaña!”, “¡Ia!”-, del trile, del hacer como si sí cuando es no, del predicar una cosa y hacer lo contrario, del matarla callando, de las virtudes públicas y los rabiosos vicios privados, de la crueldad con el vencido, de hacer de la cosa pública un pingüe negocio privado... Reyes de todo, y de nada, monárquicos de nosotros mismos, feroces.